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José Manuel Ponte

Las chaquetas del príncipe

Felipe de Edimburgo falleció a los 99 años. EFE

A escasos dos meses para cumplir los cien años de vida muere en Londres el príncipe Felipe de Edimburgo, esposo de la reina Isabel II de Inglaterra, y uno de los hombres, junto con Cary Grant (por cierto, también inglés) que mejor supo vestir el traje de chaqueta. Una habilidad indumentaria que no solo consiste en saber lo que hay que ponerse encima según marquen el protocolo y la hora del día, sino también en traer desde la cuna la percha adecuada.

Por poner un ejemplo, su hijo Carlos domina perfectamente ese código de señales imprescindible para navegar en el gran mundo, pero esas orejas, ese narizón impertinente, y ese aire gamberro de golfillo de los suburbios, le impiden cualquier clase de comparación con la figura de su padre. Ni siquiera son parecidos, salvo en algunos rasgos de carácter, como la animadversión hacia la prensa y el gusto por sorprender con declaraciones extemporáneas.

Hablar de Inglaterra es hablar de la Familia Real y, sobre todo, de su acreditada habilidad para superar los cíclicos períodos de desafección con un pueblo que les acaba perdonando todas sus meteduras de pata. Cuando yo viajé por primera vez a las Islas, verano de 1961, todavía no habían empezado la serie de desencuentros que llegaron después con los amoríos de Carlos y Diana. Para entonces, la atención de la prensa rosa estaba centrada en el inconveniente noviazgo de la princesa Margarita (hermana de la reina Isabel) con el capitán Peter Townsend, una relación que no prosperó pese a la condición de laureado piloto de guerra del pretendiente, porque la Iglesia de Inglaterra no admitía el matrimonio con divorciados.

Viniendo de la España franquista, la Inglaterra del año 1961 sorprendía por muchas cosas. Entre otras, la conducción por la izquierda; el olor a contaminación que flotaba sobre la campiña; la puntualidad de los transportes públicos; los intensos morreos de las parejas en la parada del autobús; la obligación de quedarse parado en el interior de cines y teatros en cuanto sonase el himno nacional; la costumbre de tomar una taza de té a cualquier hora, aunque no fuese la hora del té; ayudar a limpiar la vajilla en la casa a la que habíamos sido invitados a comer; la prohibición de hablar de política o de religión fuera de la más estricta intimidad; ducharse o bañarse solo una vez a la semana, etc., etc.

La lista es larga, pero a ella debo de añadir, a fuerza de ser tomado por machista, la sorpresa por la belleza de las mujeres inglesas. Muchas de ellas morenas de ojos claros y pieles delicadas. Yo llevaba la idea prejuiciosa de aquellas excursionistas  un tanto desaliñadas que desembarcaban en los puertos de Vigo o de A Coruña para hacer turismo, pero ningún parecido. El verano de 1961 fue pródigo en acontecimientos sensacionales. Empezó a levantarse el muro de Berlín (que yo vi en la televisión) y el jugador de críquet australiano Peter Burge estuvo bateando durante tres días. “As solid as Gibraltar”, lo elogiaron en las páginas deportivas del Times. El Muro ya cayó, pero ahí sigue el Peñón como colonia inglesa.

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