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Fernando Ull

El ojo crítico

Fernando Ull Barbat

Las montañas de Azaña

Cómo fue posible, nos preguntamos 90 años después, que los militares golpistas elaboraran un plan violento y contrario a la ley sin que saltaran las alarmas en los servicios secretos

Manuel Azaña.

Resulta difícil, a tenor de todo lo escrito sobre la Segunda República y la Guerra Civil española, emprender la tarea de escribir algunas líneas a propósito del 90 aniversario de la proclamación de la, hasta el momento, última República española, el 14 de abril de 1931. Y sin embargo, a pesar de que cualquier reflexión que se pueda escribir a estas alturas ha sido ya explicada de manera pormenorizada por estudiosos especializados, es decir, catedráticos de Universidad, que son los historiadores que yo leo, el empeño revisionista que la derecha española (apoyada por seudo historiadores que por cuestiones alimenticias tratan de dar contenido a ese revisionismo) ha emprendido para tratar de justificar el golpe de Estado de 1936 obliga a recordar el gran salto que desde un punto de vista cultural y científico trajo para España la Constitución de 1931.

El filósofo Julián Marías dijo en sus memorias que la República tuvo, desde el primer momento, la implacable crítica de sus enemigos: “criticaron destempladamente todo”. No tuvo un atisbo de crédito. ¿Y quienes fueron esos enemigos? En primer lugar, una Iglesia Católica que no quería renunciar a los privilegios que disfrutaba desde la Edad Media; los empresarios más ricos que querían seguir teniendo un país a su servicio y unos trabajadores sin derechos; el ejército corrupto que pensaba que podía seguir quitando Gobiernos cuando le viniese en gana; la burguesía beata y ultraconservadora que soñaba con formar parte de la aristocracia y en último lugar los monárquicos y aristócratas que querían mantener en el poder a reyes manejables y corruptos. Pero también, desde ese primer momento, comenzaron los preparativos del golpe de un trío golpista formado por Falange, partido fascista español creado a imagen y semejanza del fascismo italiano y el partido nazi alemán, los militares y una CEDA dirigida por José María Gil-Robles que hizo todo lo posible por crear un ambiente político guerra civilista.

Tanto años después, ¿qué podemos recordar sobre la República? La idea que predomina es la de aquello que pudo ser y no fue. El revulsivo que supusieron aquellos años para la educación, el arte, la literatura, la arquitectura y la ciencia difícilmente volverán a darse. La Residencia de Estudiantes, la Junta de Ampliación de Estudios, la Institución Libre de Enseñanza, el Instituto Escuela, la renovación pedagógica. Y sobre todo el abanico de libertades aprobadas por las Cortes republicanas que consiguieron que por primera vez en la historia de España las mujeres dejasen de ser personas de segunda clase. Mujeres como Victoria Kent, Clara Campoamor, María Zambrano o Carmen de Zulueta.

Cómo fue posible, nos preguntamos noventa años después, que el Gobierno de la República no se diera cuenta de lo que se le venía encima, es decir, que los militares golpistas elaboraran un plan violento y contrario a la ley sin que saltaran las alarmas en los servicios secretos militares ni en el consejo de ministros. Quizá fue por un exceso de confianza en el orden, en la legalidad y en un ejército que había declarado su lealtad al Gobierno democrático. Santiago Casares Quiroga, presidente del Consejo de Ministros en el momento del golpe de Estado del 18 de julio, se entrevistó los días previos con algunos de los cabecillas. El Teniente Coronel Yagüe le dio su palabra de que no participaría en ningún golpe militar. Tras reunirse con el General Mola, Casares dijo que era un militar leal a la República. Franco le escribió una carta asegurando que el ejército era leal al Gobierno de Azaña. Los tres mintieron y traicionaron al pueblo español y a su juramento de lealtad a la República. Típico de los militares españoles golpistas.                                                                                 

Sobre este gran error de la República trata el nuevo libro del catedrático e historiador Ángel Viñas. A la traición de los militares hay que sumar la ingenuidad de políticos que, como Azaña, venían del mundo cultural y académico, que no supieron prever ni contrarrestar que la llegada de la democracia a España movilizaría a las fuerzas más reaccionarias que rechazaban de plano una sociedad librepensante alejada del caciquismo y la superchería religiosa.

Hace unos años visité la finca La Pobleta, situada en una zona montañosa de la Sierra de la Caderona, residencia en la que vivió Manuel Azaña el año de 1937. Entre un mar de pinos que se extienden hasta donde alcanza la vista, Azaña se reunía con sus ministros y especialmente con Juan Negrín. Escribió en ella su conocido Cuaderno de la Pobleta donde dejó escrito su voluntad de reconciliación y concordia entre los españoles. Aquel lugar escondido de los bombardeos de la aviación fascista y nazi es hoy un recuerdo  que sobrecoge por la majestuosidad de su significado y su solemne silencio. Azaña forma parte, con la Segunda República, de esas montañas verdes que forman un monumento a la libertad y a la justicia.

Lecturas recomendadas

El gran error de la República. Ángel Viñas (2021)

Una Vida presente. Julián Marías (1988)

Las brigadas internacionales. Giles Tremlett (2020)

La España que pudo ser. Carmen de Zulueta (2000)

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