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Ahora que me duele todo

El dolor en el pecho es uno de los síntomas de un ataque al corazón.

Cada día, al levantarme, me duele todo. Por turnos de martirio. En el cajón de mi mesilla de noche anidan pastillas como buitres de colores. Amanecer y doler es todo uno. Abro los ojos y paso marcial revista al dolor. Un, dos, tres… Y, sin embargo, aún me es grato descubrir, cada día, las luces del alba.

 

No me da miedo la muerte; el viaje a la vejez te va enseñando a morir sin arrebato ni aspavientos. Lo que me asusta es morir sin haber empezado a vivir, o, al menos, sin haber sido capaz de dar cierto sentido a este baratillo de los dolores míos. Un par de respuestas me bastarían. Pero ni siquiera conozco las preguntas.

 

Es cosa cierta que la vida es breve. Y, visto lo que duele, casi es mejor que así sea. Breve para, avarientos, atesorarla. Breve para, manirrotos, derrocharla. Todo vale. Pero ni el lujo, ni los placeres de la carne te acompañan en la noche del adiós. Nadie muere de día. En esa noche oscura solo estará a nuestro lado el recuerdo de dos o tres envites en los que fuimos capaces de arriesgar todo por nada. La vida al primer envite… sin ni siquiera saber las respuestas.

 

Ahora que me duele todo, conviene ser sincero. Nada vale ni el capricho, ni la ambición. Lo que ayer fue en las sienes laurel, hoy es, en esas mismas sienes, olvido. Lo que ayer fue farra, hoy es melancolía; como si de un bolero se tratara… “nadie habló de enamorarnos”. Se marchitó la flor. Ahora que me duele todo, me duelen también los libros míos. Demasiados. Demasiado ordenados. Tan míos, todos con mi ex libris… ¿de quién seréis mañana? Se lo he dicho a mi hija: “¡Tíralos todos! Todos menos los que estén dedicados.” En una dedicatoria, una vida compartida.

 

Joie de vivre” y “bon vivant” son conceptos patéticos. Al menos cuando se encara la muerte. Ahora lo voy sabiendo. Aprender a vivir casi me cuesta tener que morirme. La dicha de vivir está en derramarnos. En regalarnos sin reserva. En honrar la memoria de un padre mientras haya aliento. En abrazar a un hijo mientras haya memoria. En vivir enamorado para ser polvo enamorado. Nada tiene sentido si no se comparte. Ni la risa, ni el llanto. ¿Santo y seña? “¡Sic vos non vobis!” Lo otro, lo demás, es el aire mísero que respiramos cada noche, mientras va llegando la noche que no se nombra.

 

Ahora que me duele todo, quisiera poder decir que en algo he servido. Al menos, un destello. Aunque solo fuera uno de los sesenta segundos de Kipling, aquellos que terminan proclamando: “y serás hombre, hijo mío”. Ahora, que ni siquiera los más santos ideales me consuelan, quisiera saber si alguno pudo llamarme amigo, si pudo llamarme camarada y, sobre todo, si no le fallé. Ahora sé que los sinsabores acaban convirtiéndose en dulces recuerdos si fue limpia la pelea, si por otros hundí la espada. Si -peregrino- a Finisterre fui y en el camino supe servir. Si hubo en mí, para con ellos, perdón y piedad.

 

Ahora, que tan lejos va quedando la política y tan cercana se me antoja la teología, ahora que me duele todo, ahora me voy a fumar un habano. Solos los dos. Solos frente al mar azul de Iberia. Abrazados con pasión montuna. Y le voy a preguntar al humo, fiero y sabio, si en alguna trinchera del dolor aún pudiera yo servir, si en alguna escuadra aún hubiera un hueco para mí. Ya no tiene sentido abandonar… porque el día que yo muera mis cenizas serán albero… aunque nadie hablara, nunca jamás, de enamorarnos… De vuelta al niño que jugaba en la playa. Aunque duela.

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