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Daniel Capó

Hacia una nueva Guerra Fría

El siglo XXI vendrá definido por la difícil relación entre Occidente y China

Trabajadoras chinas almuerzan en la azotea para evitar el contagio por aire, en febrero de 2020.

El crecimiento imparable de China, con la llegada de la globalización y el desafío al orden democrático que supone la emergencia de un gran imperio de carácter autocrático, está dando inicio a una nueva guerra fría de consecuencias todavía difíciles de prever, pero que no dejará incólumes ni los equilibrios de poder internacionales, ni nuestros estándares de vida. El papel activo de Rusia, basculando hacia China, se ha convertido en una de las obsesiones del presidente Macron, que anhela –como en general los países centrales de la Unión– un acercamiento a Moscú. China, por su parte, coquetea con una nueva ruta de la seda, que respondería a un hecho geográfico (se habla cada vez más de Euroasia como un solo continente económico) y en la que las naciones europeas desempeñarían un papel de meros apéndices. En ocasión de un reciente debate que tuvo lugar a principios de mes en el Seminario Nixon, el empresario Peter Thiel –principal accionista de la misteriosa Palantir– y Mike Pompeo –exsecretario de Estado con Donald Trump– hablaban abiertamente de los riesgos que el modelo chino supone para la democracia. El principal es el uso masivo e indisimulado de la inteligencia artificial (IA) y del big data en el control de la sociedad, que podría originar un régimen definido por lo que expertos denominan “tecnopolítica”. Aunque la IA occidental aún sea muy superior, lo que nos distingue son los límites que los diferentes gobiernos están dispuestos a traspasar. En China, por poner un ejemplo, a cada ciudadano se le asigna un carnet de crédito social que determina desde los trabajos que puede desempeñar hasta los lugares donde se le permite viajar –según disponga o no de pasaporte– o el tipo de interés de una hipoteca. Este crédito social viene definido por mil y un factores que conciernen en su mayoría al campo de la intimidad. ¿Debemos permitirnos algo similar en una democracia? ¿Toleraríamos que el gobierno hiciera uso habitualmente de nuestras búsquedas en Internet, de nuestras conversaciones por teléfono o email, de nuestro comportamiento al volante o como peatones, de los comentarios que hacemos en redes sociales privadas o públicas? La respuesta de los distintos países a la pandemia nos dice algo también sobre los límites del poder del Estado y dónde situamos la frontera del respeto a la conciencia y a las libertades individuales.

Peter Thiel señalaba –y con razón– que China, el día que alcance el desarrollo científico y el nivel de productividad occidentales, será cuatro veces más poderosa que los Estados Unidos, ya que su población también es cuatro veces mayor. Igualarnos, por tanto, supone convertirnos en residuales. En una sana competición entre naciones con derechos y deberes similares, ninguna objeción se debería poner a ello. El problema reside en la falta de democracia y por tanto de representatividad popular, en la ausencia de reconocimiento de los derechos de las minorías, en la inexistencia de libertades civiles y en el inquietante uso de los datos. Bordeado de países con los que China mantiene una relación como mínimo dificultosa, cabe esperar que las tensiones en el Pacífico vayan creciendo. Si la segunda mitad del siglo XX viene definida por el conflicto entre la URSS y las democracias liberales, la primera mitad del XXI quedará marcada por la pugna entre Occidente y la previsible entente ruso-china. 

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