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Manuel Alcaraz

Política, libros y rosas

Una estantería repleta de libros

Si usted está leyendo este artículo, si usted suele leer artículos como este, debe saber que se está convirtiendo en un anacronismo. La ventaja que tiene es que si padece de esta inclinación al menos sabrá qué significa “anacronismo”, lo que seguro que no puede decirse de todos sus conocidos. También sabrá que “anacronismo” no es necesariamente un insulto y que los “anacrónicos” no son extraños seres, extravíos de lejana galaxia en la que la gente se alimenta de tiempo. Un anacronismo puede ser construir una iglesia románica en el jardín del barrio o escribir como Santa Teresa o Ausiàs March: pero eso no convierte en deleznable el arte románico o a estos escritores. Incluso podríamos asegurar que para disfrutar de buena arquitectura contemporánea hay que entender trucos del gótico y que para escribir apropiadamente hay que haber leído a esos literatos. Un anacrónico, en cuanto se descuida, acaba por ser más contemporáneo que muchos que como tales se aman. Porque los contemporáneos de ahora son dados a ser post-algo y a confundir avances del seso con melindres de la moda. O sea: que son muy anacrónicos. De los que leen rosas y ponen libros en floreros.

Viene todo esto a propósito de las dos afirmaciones siguientes:1) muchos confunden hacer política con propagar la antipolítica; 2) la antipolítica es -también- antiteoría. Por eso no es extraño que los populismos, a veces, converjan en un punto: son profundamente antiintelectuales. De ello tenemos parte de culpa los intelectuales que, con desprecio del quehacer en asuntos concretos, nos refugiamos en torres de marfil o de silicio, aceptando que nuestra ocupación más relevante consiste en engordar curriculums, acariciar artículos sin contenido real y vender a la Universidad al mercadillo. Nos hemos conformado con barnizar la epidermis del mundo antes que seguir luchando, a veces contra toda esperanza, por controlar sus complejas cifras secretas. De ello ha escrito Sandel en “La tiranía del mérito”, un libro imprescindible para entender los desvíos de la inteligencia en su diálogo con las sensaciones. Lo recomiendo a cualquiera interesado en estas cosas pues encontrará un vivísimo pensamiento contraintuitivo, la ruptura de certezas perniciosas.

Me atrevo a volver a Marx, a sus “Tesis sobre Feuerbach”, para buscar aquella que dice que los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo, cuando lo que hay que hacer es transformarlo. Pero propongo darle un giro, algo así como: “Llevamos años intentando transformar el mundo desde el lamento de la indignación: lo que debemos hacer es replegarnos para interpretarlo”. Ya sé que la cosa cuesta porque la economía de la atención ha puesto muy cara la lectura y sus vecinos: el diálogo franco, el viaje discreto a lugares en los que el sol no moleste o la visita a espacios bendecidos por la historia. Mis alumnos encuentran inconcebible leer algo de más de 20 páginas. No me extraña: reviso lecturas recomendadas en colegios y hay un miedo atronador a encomendar cosas que exijan cierta perseverancia. Los artículos periodísticos también deben acortarse con la esperanza de que el lector digital pase del primer párrafo y llegue a la publicidad. De acuerdo, nos vamos acostumbrando: vivimos en una sociedad alfabetizada en varios idiomas, pero crecientemente ágrafa en cualquier idioma y con dos -o más velocidades- en su capacidad real de lectura: las instrucciones de montaje y los tutoriales para idiotas son la literatura del futuro.

No me quejo, pero me permito advertir que, para ciertas cosas, la escritura y la lectura siguen siendo necesarias. Y que convendría generar un cierto consenso social sobre ello. Sandel da argumentos muy convincentes sobre el peligro que ha supuesto para la comprensión del mundo la desaparición de trabajadores manuales de los Gobiernos democráticos y de los Parlamentos, copados por universitarios. Me atrevo a sugerir que la cuestión es que los obreros-ministros que analiza -por ejemplo, en el Gobierno británico tras la II Guerra Mundial-, leían más que muchos universitarios de ahora. Y sostendré que no se puede ser buen político sin leer algo más que el best seller del mes -de temática distópica, of course-.

Leer y escribir paran, detienen, obligan a reinvertir el capital acumulado. Leer y escribir exigen ordenar ideas, crear esquemas, elaborar síntesis. Leer y escribir demuestran que los males están repartidos por medio mundo, y que la ausencia de soluciones tampoco aparece en el otro medio. Y, se diga lo que se diga, consuela más el mal de muchos que el no saber qué la pasa a la mayoría. Leer y escribir es lo único que nos puede permitir tejer ideas nuevas que calmen la desazón de la indignación y la sentimentalización de los comportamientos, y que sea posible sustituir los berridos y mugidos por la teoría, la contemplación gozosa de la inteligencia. Leer y escribir pueden reconciliarnos con nosotros mismos y nos permitirá mirar a algunos otros como ignorantes: una fractura más interesante que otras basadas en prejuicios y presunciones. Algo que no tiene nada que ver con la obtención de títulos, sino con la elección entre ser rosa llamada a ajarse en lo inmediato o libro perdurable. Ya sé que la síntesis dialéctica entre ambos signos es posible, pero qué cosa sea la síntesis esa, sólo te lo dirá el libro.

El otro día, un compañero de partido comentaba en la red que esperaba que la Dirección estuviera cavilando acerca de la subida de votos de la ultraderecha, para tomar decisiones apropiadas. Es un militante nuevo. Ignora que eso ya no lo hacen los partidos. Es anacrónico. Lo más, los líderes se fían de algunas fundaciones oblicuas de diferente valía o entregan su inteligencia a jefes de prensa que a veces tampoco saben leer ni escribir. Personalmente, altivo y desenfrenado, invité a todos los charlistas electrónicos a no confiar en los jefes y a empezar a leer, porque libros sobre tan trascendental asunto los hay, muchos y buenos. No sé si servirá de algo. Mis jefes, normalmente, han desconfiado de esta extraña manía con los libros: primero la halagan, luego la sufren, después la desdeñan. Y escribir estos artículos tampoco ayuda. Qué le vamos a hacer. De todas maneras, no quiero generalizar. Hay gente para todo. Que siempre me lo recordaba mi inolvidable, querido, añorado Adrián López, telegrafista, escritor y lector de Góngora, que opinaba que el mal de España es que cuando se preguntaba en las encuestas si se había leído el Quijote, la inmensa mayoría afirmaba que “una parte”. Y Adrián matizaba: “sí: esa que dice en un lugar de la Mancha”. Yo, arrastrado por la dureza de los tiempos y el declive de los mitos, afirmo: menos da una piedra. O, quizá, un algoritmo, aunque de esto no estoy seguro.

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