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Gerardo Muñoz

La hermana menor de la muerte: en el Moralet

Ermita del Moralet. Información

Pasaban unos minutos de las once de la mañana del 11 de abril de 1971, Domingo de Resurrección, cuando se averió el dos caballos que conducía Amelio, alias Gori, en el que también iban Trinidad Blasco, un anciano de 83 años, y Laura Rodríguez, Lauri, de 24 años. Se encontraban en la partida rural de El Moralet, en el camino de la ermita de San Antonio de Padua, a unos doscientos metros después de haber pasado esta y casi en el cruce donde un lugareño les había indicado que debían desviarse a la derecha para llegar a su destino.

Como Amelio no supo arreglar la avería, estaban en medio de un descampado y no circulaban vehículos, debatieron entre volver andando a la ermita o seguir el camino hasta Casa Berenguer, la cual, según las indicaciones, debía hallarse a algo menos de un kilómetro de distancia. Al final decidieron esto último.

El camino sin asfaltar cruzaba un campo poblado de almendros, algarrobos y olivos, por el que no avistaron a nadie. El día había amanecido con una calima que el viento de lebeche barría desde el sudoeste, arrastrando el polvo sahariano que había en suspensión y precediendo a unas nubes grises que anunciaban lluvia.

Partida del Moralet

Casa Berenguer era una finca de casi 50 hectáreas en la que había una mansión de estilo tradicional construida a finales del siglo XIX de dos plantas, cubierta de teja a dos aguas, muros de mampostería enfoscados y escalinata en semicírculo de acceso a la puerta principal, a la que posteriormente se unieron otros cuerpos adyacentes de una planta, formando un amplio patio central. También contaba con un vastísimo huerto, un invernadero, una caseta para el hortelano, una antigua cisterna de piedra y con forma de pirámide cónica, una cuadra grande, capaz de albergar a una veintena de caballos, un pequeño picadero cubierto y una pista de arena ovalada con 15 metros de anchura, curvas con radio de 50 metros y rectas de 250.

La cuadra, el picadero y el hipódromo habían sido construidos al comienzo de la década de 1920 por Ernesto Aznar, un empresario alicantino amante de las carreras de caballos que había hecho fortuna con sus inversiones en América y el norte de África, desposado en 1911 con la heredera de la finca, Nieves Berenguer Leach.

De los seis hijos que tuvieron Ernesto y Nieves, tres perecieron siendo niños. Patricio, nacido en 1913, murió junto a su padre en 1936 cuando ambos se opusieron armados con sendas escopetas a que los milicianos requisaran sus caballos. Los dos hijos que llegaron a edad adulta eran gemelos, Apolonio y Hortensia, nacidos en 1922.

Hortensia fue parida unos minutos antes que su hermano y con mucha más dificultad. Creció con problemas para raciocinar. Aprendió lo suficiente para conseguir una instrucción básica, pero su capacidad intelectual no alcanzaba a comprender bien la complejidad de las relaciones humanas y a desenvolverse acertadamente en sociedad, convirtiéndose así en una virgen arisca, colérica, vengativa, de rasgos andróginos, amante de la caza y de errar por el campo con la única compañía de Otro, un dogo de pelaje leonado, corto y recio, que se llamaba así por ser el hermano de Cerbera, la perra preferida de Hortensia, muerta a los tres años mientras daba caza a una jabalina.

Apolonio fue un niño que creció sufriendo estoicamente las embestidas verbales y físicas de su hermana, envidiosa de su inteligencia y aprovechadora de su pacífica sensibilidad. Se convirtió en un joven hermoso, esbelto, de grandes ojos esmeraldinos y melena de largos bucles negros con reflejos como los pétalos del pensamiento. Pudo haber ido a estudiar a la Universidad de Valencia después de la Guerra Civil, pero eligió quedarse en El Moralet para ayudar a su madre y a su hermana en la reconstrucción de la finca, cuidando de los caballos, leyendo poesía y aprendiendo a tocar la flauta en sus ratos libres. Tuvo muchas enamoradas, pero un solo amante, Jacinto. De la misma edad que Apolonio y de belleza semejante, aunque más menudo, Jacinto era el primogénito de Eusebio, el porquerizo de la finca. Trabajó en ella desde niño como aguador, labrador, caballerizo, jinete y chófer, hasta que a los 32 años murió al recibir una brutal coz en la cabeza. Apolonio cayó en una profunda depresión de la que nunca lograría recuperarse del todo.

Era casi mediodía cuando arribaron a Casa Berenguer Trinidad, Lauri y Amelio. Al pie de la escalinata por la que se ascendía a la entrada principal encontraron a dos hombres cuarentones que parecían discutir con voz calmada pero gestos enérgicos, junto a un Land Rover en cuyas portezuelas se anunciaba la clínica veterinaria Quirós. Uno era Apolonio, el otro Chimo Quirós, un veterinario de San Vicente del Raspeig que cuidaba de los caballos de la finca desde hacía una década.

–… Te digo que no encuentro el motivo por el que se comportan así. Están sanos… –oyeron los recién llegados que decía el veterinario, antes de que este y Apolonio se volvieran hacia ellos.

Después de saludarse y confirmar que se hallaban en Casa Berenguer, Trinidad explicó el motivo de su visita: estaban buscando a Neus Bosch Laussat y a una niña que iba con ella.

–Tenemos motivos para pensar que están aquí o han venido…

–Aquí no hay nadie con ese nombre –dijo una voz tan seca y bronca que, cuando los tres visitantes miraron a la persona que había pronunciado aquella frase desde lo alto de la escalinata, se quedaron impresionados por su aspecto. Tenía rasgos faciales femeninos pero muy endurecidos, pelo corto y un cuerpo que aparentaba ser musculoso bajo una vestimenta típicamente masculina.

–Espera –le dijo Apolonio a su hermana, al mismo tiempo que hacía un gesto de tranquilidad con una mano. Luego volvió la mirada hacia Trinidad.

–¿Por qué creen que esas personas pueden estar aquí?

Trinidad dudó porque no quería mentir ni ser indiscreto. En la conversación que había mantenido unos días antes en Alicante con Adelaida Berenguer, era obvio que ella le había insinuado dónde podía encontrar a su sobrina-nieta Neusica, aunque en ningún momento se lo había dicho claramente.

–Doña Adelaida Berenguer me dijo que aquí vive una prima suya, la cual me dio a entender que podría saber algo sobre el paradero de Neusica.

–¿Le dio a entender? –preguntó Hortensia con tono desdeñoso.

Trinidad se encogió de hombros y durante unos segundos se produjo un silencio cargado de tensión, interrumpido al fin por Apolonio.

–¿Cómo se llama usted?

–Trinidad Blasco. –Como Apolonio miró a Lauri y a Amelio, añadió el anciano–: Oh, perdón, estos son mis amigos. Me están ayudando a encontrar a mi nieta perdida. Buscamos a Neusica porque creo que podrá darnos alguna información sobre ella.

–¿Es usted el abuelo de la niña que dice que va con esa Neusica? –inquirió Hortensia.

–No, pero…

Vista del Moralet

Hortensia mostró su incomprensión chistando y observando a Trinidad con ojos cargados de desprecio.

–Madre está esperando a este hombre. Acompáñale adentro –dijo Apolonio, mirando a su hermana.

–¿Qué? –graznó Hortensia.

–Digo que madre sabe que este señor iba a venir a verla y quiere hablar con él. Yo he de ir con Chimo a las caballerizas, así que, por favor, llévale hasta ella.

Dicho esto, Apolonio hizo un gesto con la cabeza al veterinario y ambos se alejaron, marchando hacia un lateral de la casa.

Hortensia se quedó muda y ceñuda durante un instante, viendo cómo se iba su hermano. Después devolvió su atención hacia Trinidad y, gesticulando con brusquedad, le ordenó:

–Sígame.

Trinidad, Lauri y Amelio se disponían a subir la escalinata cuando Hortensia volvió a ordenar:

–Ustedes, no. Solo el viejo. Mi hermano ha dicho que madre le espera a él. A nadie más.

Hortensia observó desde arriba cómo los tres visitantes se intercambiaban miradas en silencio, que concluyeron cuando los dos más jóvenes hicieron significativos gestos de resignación.

–Aquí te esperamos –avisó Lauri.

–Mientras tanto, veré si me dejan llamar por teléfono a un taller. Aunque siendo hoy Domingo de Ramos… –dijo Amelio.

En tanto seguía a Hortensia hasta la estancia de la casa donde estaba la madre de esta, Trinidad recordó un versículo del sabio Jesús ben Sirá recogido en el Eclesiástico: «La manera de vestir, de reír y caminar del hombre, dicen lo que es». No había oído la risa de aquella extraña mujer, pero dedujo que debía evitar cualquier confrontación con ella, por leve que fuera.

Nieves Berenguer tenía la misma edad que Trinidad, pero estaba mucho más avejentada que él. Iba en silla de ruedas desde que se rompiera la cadera derecha en una caída cuatro años atrás y padecía la enfermedad de Parkinson, lo que le impedía realizar la labor que siempre la había ayudado a mantenerse lúcida y entretenida: la costura. Su voz temblaba casi al mismo ritmo que sus manos.

–Mi prima Adelaida me avisó por teléfono de que seguramente vendría usted por aquí –dijo Nieves después de invitar a Trinidad a tomar asiento en un sofá. Pensando en el coche averiado de Amelio, el anciano se alegró de que hubiera teléfono en aquella casa. Después le explicó a la anfitriona el motivo por el que estaba buscando a Neusica, si bien omitió algunos detalles y dejó que su interlocutora dedujera otros, ya que había aprendido, gracias a Modesto Bosch, a no mostrarse excesivamente confiado ante un desconocido.

–¿Y cómo cree que Neusica podría ayudarle? ¿Conoce ella a su nieta? ¿Sabe acaso dónde la tienen sus raptores?

Las preguntas de Hortensia, pronunciadas con una mordacidad cáustica, hirieron al anciano, que se mantuvo empero sereno y mirando a los ojos húmedos y cansados de Nieves. Esta dirigió la vista a su hija, que se hallaba de pie y cerca de la puerta, antes de rogarle con tono delicado, casi cariñoso:

–Hija, por favor, sé amable con nuestro invitado…

–¿Nuestro invitado? No sabía que lo fuera. Claro que tampoco sabía que la prima Adelaida te hubiera avisado de su visita…

–No te lo dije porque no era seguro que viniese… Lo siento.

–Ya –espetó Hortensia mientras cruzaba los brazos y ladeaba la cabeza con desdén.

Trinidad lamentó en su interior que, como en muchos otros hogares, en aquella casa un espíritu cruel y vulgar sometiera a otro bondadoso y superior.

–Neusica y Rosita no están aquí. Se marcharon hace casi dos meses –dijo Nieves.

–¿A dónde?

–No lo sé exactamente, pero mi hijo…

–¡Madre! ­–gritó Hortensia–. ¿Cómo podemos saber que no los envía el padre de Neusica?

Nieves volvió a mirar a su hija con ternura.

–Porque Adelaida me lo ha dicho…

–¿Y ella cómo lo sabe?

–Tiene una gran psicología y no suele equivocarse con las personas…

–¿Qué? ¿Psicología? ¡Venga ya!

–Hija, por favor…

–No me fío, madre. ¿Para qué las hemos tenido aquí este tiempo, escondiéndolas?, ¿para entregárselas ahora a este viejo tan raro…?

–Les aseguro que no…

–¡No me fío de usted, ni de sus amigos! ¡No me creo lo que nos ha contado de su nieta secuestrada! ¡Me parece un cuento chino!

–¡Hortensia, ya basta!

La voz de Nieves sonó esta vez contundente, sin temblores ni ternura. Fue un grito nacido del corazón e impulsado por la tristeza, que provocó un silencio largo, violento, electrizante, epilogado por la salida iracunda de Hortensia de la estancia y de la casa.

La anciana suspiró hondamente antes de dirigirse de nuevo con voz suave y trémula a Trinidad.

–Le pido perdón…

–No se disculpe, señora.

–En fin… Neusica y la niña se fueron a casa de un pariente lejano nuestro que vive entre la sierra de la Escobella y el río Montnegre. Las llevó Apolonio porque Neusica quería alejarse aún más de la ciudad, por miedo a que las encontrase su padre. No puedo decirle cómo llegar allí porque hace más de cincuenta años que fui la última vez y ya no me acuerdo, pero mi hijo sí que tiene trato con él. Lo visita una o dos veces al año, cuando sale de excursión a caballo.

–¿Cree usted que su hijo será tan amable de indicarme…?

–Desde luego que sí; y seguro que le acompañará, si puede. Aunque no creo que hoy sea un buen día. Pese a ser fiesta, ha hecho venir al veterinario porque está muy preocupado debido a una extraña reacción que tienen los caballos en cierta parte de la pista… La verdad es que no sé muy bien en qué consiste esa reacción, pero le tiene bastante preocupado. Vaya usted a buscarle y mire a ver si puede hablar con él. Seguro que le ayudará.

–Muchas gracias, señora.

Cuando salió de la casa, Trinidad se encontró a Lauri y Amelio en el mismo lugar donde los había dejado, al pie de la escalinata. Estaban hablando con Apolonio y el veterinario, que habían regresado de las cuadras. Comenzaba a chispear y las gotas cargadas de arena desértica caían inclinadas por el lebeche racheado.

Amelio informó a Trinidad de que no había telefoneado a ningún taller porque era festivo, y el más cercano, que se hallaba en San Vicente del Raspeig, estaba cerrado.

–Pero este señor –dijo Amelio señalando a Chimo Quirós– se ha ofrecido a llevarnos a San Vicente. Allí podremos coger un autobús hasta Alicante. Mañana llamaré para que vaya un mecánico a ver si puede arreglar mi coche o llevarlo a un taller.

–Su señora madre me ha dicho que quizá usted pueda llevarme hasta la casa de ese pariente suyo donde están Neusica y Rosita.

Apolonio no pareció sorprenderse. Sus labios y sus ojos, esos ojos verdosos y casi transparentes que tan hondamente impresionada tenían a Lauri, sonrieron mientras asentía:

–Desde luego, pero no podrá ser hasta el martes por la tarde o el miércoles. Mañana espero la visita de un cliente muy importante, que no regresará a Madrid hasta el martes.

–Lauri y yo hemos de trabajar, pero el miércoles por la mañana te traeré…

–¿Crees que estará arreglado tu coche? –preguntó Lauri.

–Y si no, me las arreglaré para conseguir otro vehículo, aunque sea una moto –dijo Amelio.

Al ver reflejada en la mirada de Trinidad una intensa contrariedad, Apolonio le propuso que se quedase como su invitado, y de su madre, hasta que pudiera llevarle junto a Neusica y Rosita. El anciano aceptó agradecido su oferta.

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