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Isabel Olmos

Los perdidos

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Ionescu Dimitri tenía 40 años cuando le introdujeron en una cavidad fría, hermética, donde él seguramente nunca hubiese imaginado estar. Si Ionescu hubiera podido observarse desde fuera a si mismo, quizás hubiese apostado a que apenas estaría allí dos o tres días. Cuatro a lo sumo. Unas cuantas horas de trámite y a la tierra, el origen y el final de toda vida. O quizás no. Quizás precisamente por el hecho de que conocía a la perfección su vida y sus circunstancias no hubiera encontrado extraño que esa pequeña cámara frigorífica a 2.184 kilómetros en línea recta de su país natal acogería sus restos sin vida durante los siguientes 13 años.

No decidimos cómo nacemos y tampoco cómo morimos, quién nos encuentra, cómo se enteran nuestros allegados de lo que nos ha sucedido o quién toma parte en nuestros momentos finales. No decidimos absolutamente nada. A la pandemia me remito. La muerte nos sorprende con la boca abierta, estupefactos, sorprendidos por su aparición repentina y casi nunca bienvenida. Peor es ser consciente de ese instante final, esa certeza de que no hay solución ni marcha atrás, de que te metiste -no sabes cómo ni de qué manera- en la boca oscura del lobo.

A Ionescu, que murió de causas naturales, le encontraron unos niños en 2007 mientras jugaban en un barranco y han tenido que transcurrir 13 años para que los avances científicos permitieran cotejar su ADN con el de su hija y devolverle la identidad a ese, hasta entonces, saco repleto de materia inerte. Y ha podido ser despedido en paz, algo que, pasen los siglos que pasen, todos ansiamos para nosotros mismos y nuestros seres queridos. O, como mínimo, tener las respuestas para las preguntas clave: cómo, cuando, porqué, donde y, la más importante, ¿sufrió?

Tal vez haya personas a quienes este tipo de inquietudes filosóficas les tengan sin cuidado y vivan felizmente en un perpetuo estado zen, altamente envidiable por otro lado. Pero he de confesar que, en mi caso, fui una niña entrometida en la vida de los mayores y desde siempre han formado parte de mi existencia desasosiegos ajenos, algunos incluso de personas que no llegué a conocer. Me he preguntado decenas de veces qué siente, qué piensa, a quién dedica sus últimos alientos el soldado que recibe el disparo final en plena batalla en un campo cualquiera. O si se arrepiente, en ese instante final, aquel que sabe que jamás le encontrarán porque, en el último momento, sin decírselo a nadie, decidió ir por una calle diferente, quedar con otra persona, asomarse a un pozo que nadie conoce y ahora sabe que se equivocó. En un segundo.

Y nos parece todo muy lejano. Habrá quien piense que la historia de Ionescu es extraña, pero no lo es. En esta pandemia hemos conocido casos de fallecidos de cuya muerte se han enterado sus familiares un año después y no podríamos ni imaginarnos la cantidad de personas que esperan a que alguien les identifique en las cámaras frigoríficas. La historia de nuestro país, de hecho, está repleta de mujeres y hombres que no sabrán jamás dónde están sus seres queridos porque están enterrados en cualquier campo o cuneta. Y de mujeres y hombres cuyos momentos finales tampoco jamás serán narrados de padres a hijos porque se desconoce cuál fue su final. A Ionescu, los suyos le encontraron. Para muchos, la búsqueda continúa.

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