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José María de Loma

Aforismos y pamplinas

Un ensayo sobre el arte de los aforismos ha de ser necesariamente breve. Esta frase que acaba de leer es en sí misma un aforismo. Sin embargo, el auge del género necesita de una explicación (que nadie nos ha pedido) de algo más de tres o cuatro frases. Vamos a ver: el boscoso panorama de aforismos que disfrutamos y sufrimos no debe impedirnos ver el bosque. El bosque de géneros. Compuesto por los aforismos, los versos, las greguerías, los microrrelatos, comparaciones, calambures o juegos de palabras y más. A veces los confundimos. Esa confusión, no obstante, ha de ser apasionada pelea de teóricos, profesores, académicos, noctívagos o desocupados. Para el escritor sin embargo ha de ser un asunto secundario. El escritor (si es que el de aforismos puede ostentar tal título, que esa es otra) ha de preocuparse y ocuparse en transgredirlos, abatirlos, mezclarlos. El docto y sesudo profesor es un racista de los géneros: los quiere puros. El escritor debe ser partidario del mestizaje, la mixtura. Y más ahora con las redes sociales. Que, por ejemplo, nos ha traído Twitter, red social en la que hay que escribir mensajes de pocos (140) caracteres como máximo, aunque ahora se hayan vuelto más permisivos. Empezó siendo un soporte, pero es ya también un género en sí mismo. Podemos hablar de metáforas, aforismos, sentencias, refranes igual que podemos hablar de tuits. No obstante, hay tuits que en realidad son greguerías o calambures, etc. En fin, no nos liemos. Tal vez todo esto no sea más que una justificación para lo que uno suele hacer, que es un compendio de hiper cortos textos a los que al autor le gusta definir como aforismos, pudiendo ser en realidad otra cosa. Pamplinas, por ejemplo. A uno le gusta mucho la palabra pamplinas, que comenzó teniendo un significado peyorativo y ha acabado, al menos esa es la percepción del que suscribe, siendo algo entrañable. Como cariñoso. “Niño, deja de hacer pamplinas”, dice una corajuda, joven y bella madre junto a nosotros. A mí me gustaría que alguien me leyera y dijera con amor, ¡ya está este tío con sus pamplinas! Pero que lo dijera con una sonrisa cómplice en los labios. O con una reflexión, aunque no en los labios. Cuando uno reflexiona con los labios los labios tienden a moverse y parece que uno habla, pero como no habla ni emite sonido se le queda a uno cara de tonto. No de pamplinas, de tonto. Como de muñeco al que está manejando un ventrílocuo. La primera vez que oí la palabra pamplinas fue a mi padre, que estaba hablando de cine y le dijo a su interlocutor que en España en los (no sé si) años cuarenta o cincuenta al actor Buster Keaton se le llamaba pamplinas. Me sonó a eso, a un gracioso talentoso. Gracioso es también ir a la RAE y comprobar que pamplina es una planta. Con un tallo de unos veinte centímetros. Qué manía con utilizar los vegetales para zaherirse. Se empieza diciendo de alguien que es un pamplinas y se termina mandándolo a freir espárragos. Lo cual nos importa un pimiento, si bien como argumento resulta bastante puerro.

A uno le gusta retorcer el lenguaje, forzarlo, partir el espinazo a las frases hechas, dotar de nuevos finales a los refranes, imitar sonidos que tengan un nuevo significado, experimentar, reflexionar, dar nueva musicalidad a viejos o clásicos pensamientos o fundar otros nuevos con palabras de siempre. Son textos paridos en el metro o la cocina, en la sala de espera del dentista (allí todos creemos en Dios) en la placidez casera de una mañana de sábado, en el trabajo, en una servilleta a la hora del vermú, en el coche. Apuntadas en el teléfono o en la computadora del trabajo, surgidas en una noche de copas o en un desayuno de trabajo. Son frutos de la evasión mental en una pesada reunión laboral o de una reflexión, papel y boli en mano, persiguiendo fogonazos. Surgen redactando una columna o planchando, charlando con un enemigo o jugando al baloncesto. Viendo una serie. Fornillando, incluso. Son fruto de la inspiración, pero también del trabajo. A veces me visto para pensar, me siento en el ordenador de pensar (no sobre él, y sí frente a él) y me hago un café de pensar. Y entonces me pongo a pensar. Y salen cosas. El folio en blanco a mí no me intimida. Más me intimida la agrafía y hasta, como los malos estudiantes, tener siempre una buena excusa para no ponerse a trabajar. Nótese como el autor de estas líneas considera trabajo escribir sus cosas en cortas cápsulas. El riesgo de persistir en eso podría ser tomarse muy en serio. Cuando eso me ocurre me quito el traje de pensar, tiro el café, apago el ordenador y me voy a tomar una cerveza. A veces me ha sucedido que he tirado el ordenador y he apagado el café. Entonces me ha salido un aforismo o retruécano que he tenido que anotar mentalmente.

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