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José María Asencio

Limitación de derechos tras el estado de alarma

Un control policial durante los días del confinamiento. INFORMACIÓN

Este gobierno se ha caracterizado por su inactividad y por la tendencia a trasladar los problemas a terceros. La mejor forma de no equivocarse, piensa el presidente, es no hacer, salvo aquello que le reporte beneficios, pues su comportamiento es el propio de quien vive en una permanente campaña electoral.

En materia de salud, repercutió en las CCAA las decisiones que le competían y ahora, levantando el estado de alarma, vuelve a hacerlo, con el agravante de comprometer al Poder Judicial que pretende supla su pasividad asumiendo la responsabilidad de limitar derechos sin normas precisas y contra las exigencias constitucionales de leyes habilitantes.

Pasividad y transferencia a terceros de sus obligaciones, ignorando la legalidad y actuando contra las exigencias constitucionales de previsión normativa de toda limitación de derechos y libertades fundamentales.

De este modo, es su costumbre la de gobernar por medio de decretos sin someterse al control parlamentario, de modo que los afectados carecen de mecanismos inmediatos para evadirse de las responsabilidades que les atribuyen. Juega, pues, con el tiempo mientras compromete a todos en su conducta abstencionista.

Como es sabido, los Decretos leyes se pueden dictar, conforme a la Constitución, cuando exista una situación de extraordinaria y urgente necesidad y nunca podrán afectar a derechos y libertades fundamentales. En otro caso, lo obligado es promover una ley y su aprobación parlamentaria. División de poderes y limitación de los poderes del Ejecutivo, que se hace más necesaria en situaciones como la que padecemos tan sensibles si quien nos gobierna no es respetuoso con el sistema constitucional y manifiesta pulsiones autoritarias que le parecen debidas.

Pero, la urgencia debe valorarse como tal y atender, a su vez, al comportamiento de quien hace uso de instrumentos excepcionales. No basta, pues, con una urgencia material y real si quien la aduce no la afronta por razones políticas o electorales. Quien no cumple con sus deberes como gobierno no puede argumentar urgencias que no remedia por los cauces ordinarios. No pueden los tribunales suplir la negligencia del gobierno o amparar sus intereses políticos.

Y, en materia de sanidad, es de una evidencia incontestable que la legislación sanitaria existente es tan general e inconcreta, que no puede servir adecuadamente al fin de limitar derechos fundamentales. Tales normas no reúnen los requisitos de accesibilidad y previsibilidad que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos exige a toda norma habilitante de limitaciones de derechos. De haber sido suficiente aquella normativa no se habría ordenado el estado de alarma que se decretó por causa de la insuficiencia de dicha legislación. Y una legislación que ahora, por arte de magia, parece que sí sirve a los mismos fines.

En este sentido, no legislar cuando era debido y en un plazo de un año ya desde que comenzó la pandemia excluye toda urgencia, pues el mismo gobierno parece aceptar que no existía tal urgencia.

Pero, más grave es lo que ahora sucede. No prorrogar el estado de alarma implica reconocer que no existen elementos para justificar restricciones de derechos que, ordinariamente, deben ser ordenadas bajo ese paraguas. Alegar, por tanto, que no procede una situación extraordinaria y dictar normas que se basan en una urgencia que se niega es, al menos, una contradicción que los tribunales deben valorar para no asumir una responsabilidad derivada de la negligencia o del interés gubernamental en ceder sus obligaciones a terceros con merma de las instituciones básicas de un Estado de derecho.

A diferencia de lo que sucedió el año pasado, cuando se levantó el estado de alarma por un convencimiento de superación de la pandemia, hoy el gobierno reconoce que los riesgos permanecen, pero, en lugar de decretarlo para todo o parte de la nación determinando medidas concretas, delega su adopción, contra la división de poderes, en manos del Poder Judicial.

No puede haber un estado de alarma encubierto y delegado en su autorización al Poder Judicial. Es un fraude de ley cuando no se trata de una situación extraordinaria e imprevisible, que podría amparar la legislación sanitaria, sino de una pandemia ya existente y previsible y ante la que el gobierno reconoce que existen riesgos, pero que traslada a otros en su resolución.

Ni los TSJ, entiendo, pueden autorizar limitaciones de derechos al amparo de una normativa genérica que incumple con los requisitos establecidos, ni en este momento pueden hacerlo ante la inexistencia de razones que el mismo Ejecutivo desmiente con su comportamiento. Esperemos, pues, que el nuestro actúe en consecuencia. Y que la culpa no recaiga en el gobierno valenciano, sino en el central que lo ha dejado, otra vez, indefenso y a su suerte.

De la misma forma, la creación de un recurso de casación ante el Tribunal Supremo ante las decisiones de los TSJ en estas materias, por medio de Decreto, debe ser puesta bajo sospecha de inconstitucionalidad. No sólo porque no exista procesalmente la urgencia que el gobierno reclama y que niega con su pasividad, sino porque la determinación de las competencias de los órganos jurisdiccionales afecta al derecho al juez legal (art. 24CE), no pudiendo los Decretos leyes regular materias que afecten a los derechos fundamentales.

Pero, el gobierno, con esa frivolidad que le caracteriza juega con los tiempos procesales y con el cumplimiento por parte de los tribunales de sus deberes. Solo reaccionará si estos le dicen no y le ponen en la tesitura de gobernar. Y eso es mucho exigirle.

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