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McEvoy

Esperando a Godot

Daniel McEvoy

La conjura de los necios

Isabel Díaz Ayuso.

Hace poco leí una afirmación en una revista norteamericana sobre John Kennedy Toole, el autor de La conjura de los necios, que me impactó profundamente. En ese artículo se afirmaba sobre el novelista que fue «uno de los fracasos más famosos de la literatura norteamericana». Lo cierto es que Toole se pasó la vida siendo muy bueno en todo lo que hacía: terminó el instituto e ingresó en la universidad con 16 años, consiguió un doctorado cum laude en literatura por la Universidad de Columbia, y se convirtió, con sólo 22 años, en el profesor más joven de la historia del Hunter College, una universidad pública de Nueva York.

Sin embargo, en su faceta como escritor no corrió la misma suerte. A lo largo de su vida escribió dos novelas. La primera, La Biblia de neón, cuando tenía 16, nunca intentó publicarla, pues la consideraba demasiado pueril. La segunda, y última, que es la que nos ocupa, la terminó sobre 1963, pero jamás consiguió que ninguna editorial se aviniera a llevarla a imprenta. Este hecho lo sumió en una depresión que lo llevó a suicidarse en 1969, a la temprana edad de 31 años. Paradojas de la vida, gracias al empeño de su madre, la novela fue finalmente publicada en 1980, once después de su muerte, cosechando tal éxito que incluso fue galardonado, a título póstumo, con el prestigioso Premio Pulitzer de Ficción, en 1981.

Como novelista, en la obra del malogrado autor se aprecian tres claras influencias: La de Cervantes, del que adquirió su gusto por la narrativa picaresca y de episodios; la de Dickens, que le trasmitió su inclinación por los personajes grotescos, pero creíbles; y la de Evelyn Waugh, de la que copió su habilidad para burlarse de los estereotipos heroicos clásicos. Todas ellas se pueden apreciar en La conjura de los necios que, si bien es una gran novela, no habría sido ni mucho menos la mejor de Toole si su paranoia no le hubiera llevado a quitarse la vida.

La trama de la novela nos narra las aventuras de Ignatius J. Reilly, un medievalista perezoso, obeso y excéntrico que a los 30 años todavía vive con su madre en el Nueva Orleans de comienzos de la década de los 60. Como consecuencia de un accidente de coche provocado por esta, se ve forzado a buscar trabajo para pagar los daños ocasionados, desencadenando toda una serie de situaciones provocadas por la diversidad de los personajes con los que se va encontrando y con los que, curiosamente, más que interactuar, establece monólogos similares a los solos característicos del jazz, en el que un instrumentista toma el relevo del anterior.

En definitiva, es una novela cuya lectura les recomiendo. Aunque a muchos no les gusta, hay quien la encuentra un clásico del realismo grotesco, divertida en muchos de sus fragmentos y muy extraña desde un punto de vista intelectual. En ocasiones, incluso, patética y retorcida, pero que consigue mantener la atención del lector gracias a la enorme habilidad de la que hace gala Toole, como ya comentamos anteriormente, para presentar unos personajes totalmente chocantes y sorprendentemente creíbles, en el marco de un argumento igualmente atípico que acaba siendo, de alguna manera, coherente.

Con todo, lo más sorprendente de la novela es su propio título, pero aquí Toole no fue original, sino que, apoyado en su sólida formación literaria, tomó prestada la cita de un clásico de la literatura en lengua inglesa, Jonathan Swift (víd. Esperando a Godot del 6 de julio de 2018, Los viajes de Gulliver), que decía: «When a true genius appears in the world, you may know him by this sign, that the dunces are all in confederacy against him.» (Cuando en el mundo aparezca un verdadero genio, lo conoceréis por esta señal: que los necios estarán todos conjurados contra él).

Aplicando el axioma de Swift a la política española, yo no sé si la señora Ayuso entra o no en la categoría de genio. Tonta no parece ser, desde luego. Pero de lo que no cabe duda es de que la «conjura de los necios» que se ha producido contra ella es una de las claves principales de su éxito electoral. La otra es el suicidio de Ciudadanos, a cuyos dirigentes, siguiendo con la taxonomía dicotómica entre genios y necios, situaría mucho más próximos a los últimos que a los primeros.

Sea como fuere, otra política patria, a la que dejo a su albedrío colocar una u otra etiqueta, la ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno, doña María Jesús Montero, ha hecho unas declaraciones, con su habitual verbo fluido, gracejo y desprecio por la sintaxis, la morfología y el léxico de la lengua española, en las que venía a decir algo así como que «los votos de Madrid, se quedan en Madrid», versión cañí, seguramente, de las expresión de las películas americanas de despedidas de soltero «lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas». Tendría gracia esta señora, si no fuera porque nos va, literalmente, a crujir a impuestos para mantener el elefantiásico gobierno de Sánchez, que este sí que es un genio (o eso piensa él de sí mismo).

Mientras tanto en Elche, nuestro Alcalde (no lo voy a clasificar, la vara de mando merece un respeto) sigue enzarzado con la Diputación por el asunto del palacio de congresos. En Alicante sí se va a hacer, en Elche está por ver. ¿Cuál es la diferencia? Que en Alicante todas las administraciones han aunado esfuerzos, incluida la Generalitat Valenciana, del mismo signo político del señor González, que se ha sumado al proyecto, mientras aquí se han puesto todas las trabas necesarias para poder después mostrarse como víctimas.

Quizás la estrategia sirva momentáneamente, sobre todo porque en Elche no hay una oposición que ejerza como tal. Pero a la larga ocurrirá aquí, y en el conjunto de España, lo que ya predijo Abraham Lincoln: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo».

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