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Juan R. Gil

ANÁLISIS

Juan R. Gil

Una derecha sin complejos, una izquierda sin memoria

Ayuso ha logrado una gran victoria entre otras cosas porque era una candidata real, frente a los aspirantes artificiales de la izquierda. Y le ha dado un vuelco al tablero político nacional

Puesta de largo de Carlos Mazón en la Explanada de Alicante

Una derecha sin complejos acaba de infligir en Madrid una apabullante derrota a una izquierda sin memoria. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, presidente y, hasta hace unas semanas, vicepresidente del Gobierno de España, son dos de los políticos que más practican el adanismo. Para ellos hay un vacío que traza un arco desde el final de la Dictadura, o incluso la Guerra Civil, hasta el día en que ambos aparecieron en escena. Nada de lo que con tanto trabajo se construyó entre tanto, existe. Y, si algo hay en ese supuesto vacío (la Transición, la propia reconfiguración de partidos con tanta historia como el PSOE, el consenso para sacar adelante una Constitución...), no lo consideran una referencia, sino un lastre. Desde esa prepotencia, que les hace sentirse más cómodos hablando de la República que del recibo de la luz, ambos cayeron de hoz y coz en la trampa que les tendió Isabel Díaz Ayuso, que el viernes mismo volvió a hacer gala de un instinto político que estos descubridores de la rueda le han negado sistemáticamente mientras ella les engullía: a Gabilondo, el candidato socialista, le dio un colapso por el que tuvo que ser hospitalizado. Pero al centro sanitario no se acercaron ni Sánchez, ni Iglesias; la que fue a interesarse por su salud, y de paso se hizo otra foto más, fue Ayuso.

Díaz Ayuso visita a Gabilondo en el hospital

Díaz Ayuso visita a Gabilondo en el hospital Agencia ATLAS | Foto: EFE

Es una anécdota. Pero da cuenta de lo desnortada que anda la izquierda, víctima de líderes sin sustancia y aprendices de brujo que cambiaron los principios por los eslóganes; los valores por los claims, que es más moderno que eslogan; los pensadores por los publicistas. Uno de estos últimos, Iván Redondo, con laboratorio en Moncloa, le dio la excusa perfecta a Ayuso para consolidarse como lideresa castiza. Con el indisimulado objetivo de tapar el hecho de que en Cataluña sacar más votos a costa de enviar de candidato a un ministro de Sanidad en plena pandemia no ha servido para nada (ahí anda Illa, como alma en pena); para cubrir ese pecado, digo, se fabricó la surrealista moción de censura de Murcia y se comenzaron a negociar a toda carrera otras en Madrid o Valladolid. ¿Resultado? Ninguna de esas mociones ha prosperado, pero a cambio el tablero político nacional ha saltado por los aires. Un pan como unas hostias.

Casado puede respirar

Ayuso ha conseguido el objetivo que su partido anhelaba, que no era ganar -eso ya lo daban por hecho incluso sus rivales- sino hacerlo con la holgura suficiente como para ni siquiera necesitar a Vox, evitando tener que incorporarlos a su gobierno y romper con ello el discurso de mayor templanza de Pablo Casado. ¿Y por qué lo ha logrado? Entre otras cosas, porque Ayuso trasladó la percepción desde el primer momento de que ella era una candidata «real», frente a los candidatos artificiales que presentaba la izquierda. Gabilondo era el aspirante a la fuerza, manipulado al principio por Sánchez y abandonado después cuando se comprobó que el fracaso iba a ser de aúpa. A Iglesias sólo le faltó disfrazarse de Superman: ahí iba el macho alfa a resolver, no los problemas de Madrid, sino los de su partido. A Sánchez lo mató Ayuso con la primera frase que pronunció nada más anunciar Iglesias que dejaba el Gobierno para ser candidato: «España me debe una». Ese dardo no iba contra el líder de Podemos, sino contra el jefe de La Moncloa. Y lo desarboló. A Iglesias lo fulminó también el primer día otra de las mujeres en liza en esta campaña, Mónica García, candidata de Más Madrid, cuando rechazó de plano cualquier tipo de coalición con los morados y le espetó a Iglesias que las mujeres están hartas de arar para que los hombres vengan luego a recoger los frutos. Era el primer día, y Sánchez e Iglesias ya estaban liquidados. Ayuso, además, metió al PSOE en todas las trampas que quiso: escogió el terreno de juego que le convenía, ese disparate de «libertad o comunismo», sin base alguna pero efectivo para dirigir el debate adonde ella pretendía: la confrontación con el Gobierno central. El PSOE y Podemos se pasaron la campaña peleando con ese fantasma mientras ella hablaba del Madrid que le interesaba: el de los bares abiertos y sus particulares cuentas de contagios y muertos... Y mientras, en el otro lado, el candidato socialista un día decía que no iba a gobernar con Iglesias, otro que no iba a subir los impuestos y un tercero, aún, que él también habría dejado abrir a los bares. ¡Acabáramos! ¿Y entonces para qué le iban a votar, si todo eso ya lo estaba haciendo Ayuso? Entre la insondable y perenne tristeza de Gabilondo, un hombre perdido en una campaña inclasificable, la peor que ha hecho el PSOE desde los tiempos de Joaquín Almunia; la incapacidad de un Iglesias impotente para enervar el voto de izquierdas, resumida en ese levantarse de la mesa cuando la ultraderecha no quiso condenar el chusco episodio de las balas enviadas por correo, en vez de plantarle cara las veces que hiciera falta; la agonía retransmitida en directo de Ciudadanos, ese partido que, como los protagonistas de El sexto sentido, está muerto pero no quiere saberlo; la indignante estrategia de la mentira y el enfrentamiento de Vox, con esa Monasterio que sólo escupe odio y miedo, y que por suerte no ha obtenido los réditos que esperaba; entre todo eso, digo, aquí sólo sabían dónde iban Ayuso y Mónica García, la única en la izquierda que hizo un discurso genuinamente socialdemócrata y que obtuvo por ello el premio de que su partido sea el segundo de la Cámara, con más votos que el PSOE.

¿Cuál es el paisaje después de la batalla? Ciudadanos, que gobernaba hasta estas elecciones Madrid con el PP, es un espectro en cuyo ataúd han puesto el penúltimo clavo y Podemos entra en una crisis que intenta zanjar a la búlgara, con Iglesias tratando de imponer una extraña bicefalia, colocando a la ministra Belarra al frente del partido y a la vicepresidenta Díaz, que milita en Izquierda Unida, como candidata, quisiera pensar que en medio del estupor de unas bases a las que sólo se convoca para que hagan de figurantes. Las dos fuerzas que hace menos de una década llegaron para acabar con la «vieja política» tienen diez años después a sus fundadores haciendo dinero fuera de la política, y a base de renegar del pasado y demostrar su inutilidad para gestionar el presente se han quedado sin futuro. Más Madrid se configura como una alternativa de izquierdas interesante, pero está por ver si es capaz de traspasar los límites que marca el Metro. El PP, que en febrero estaba tan acosado por su pasado que hasta anunciaba que vendía su sede, ahora celebra fiestas en ella y Pablo Casado, que estaba malherido, resulta que reaparece lozano y musculado. Y el PSOE de Sánchez sigue dedicado a jugar al póker, en lugar de hacer lo único para lo que los ciudadanos le mandataron: gobernar. A pesar de la que nos está cayendo como país, en lugar de gestionar Sánchez se dedica a seguir desmontando su propio partido. Sin tregua ni prisioneros. Aún no se habían contado todos los votos de las urnas de Madrid y ya estaba lanzando la ofensiva final en Andalucía contra Susana Díaz.

Y no es que Díaz deba seguir. No es ese el debate. Es que el PSOE parece haber puesto en marcha la máquina de perder elecciones y va a ser difícil pararla. Sánchez prometió darle el poder a los militantes, a sabiendas de que esa era la condición necesaria para que el que mandara sin dar cuentas a nadie fuera él. ¿Quién ha sido el culpable de la debacle en Madrid, sino él y la camarilla que con él maneja los resortes del partido? ¿Y qué explicaciones han dado? ¿La ejecutiva federal se reúne para algo que no sea aplaudir? ¿El comité federal, máximo órgano entre congresos y etcétera, tiene algo que decir sobre lo que ha ocurrido? ¿Quién, cuándo, cómo se define la estrategia del PSOE? Sánchez seguirá deconstruyendo el partido para hacerlo una simple tramoya a su servicio y al mismo tiempo intentará, después de estos resultados de Madrid, alargar la legislatura a ver si llega a la presidencia europea que a España le toca en 2023. El problema es que lo ocurrido le ha dejado muy tocado. Tanto que el antisanchismo puede reverdecer y que mantenerse en el Gobierno, sin poder contar prácticamente con ninguno de los socios con los que ha ido pactando (ni Podemos, ni ERC, ni el PNV, ni los restos del naufragio de Cs...) va a ser extremadamente difícil.

Comunidad Valenciana

¿Y cómo se traslada todo eso al ámbito de la Comunidad Valenciana? Desde luego, no miméticamente. Aquí el PP acaba de entrar en su enésima refundación. Carlos Mazón, que el 3 de julio será elegido presidente regional del partido y peleará con Ximo Puig por la jefatura del Consell, no va a nombrar una ejecutiva, sino un comité de campaña, llámelo como lo llame. Es decir, que va a ir a por el Palau desde el primer día. Pero él también sabe que el «ayusismo» no es un modelo exportable, así que tratará de jugar la baza de la moderación (el centro, que no es una ideología pero sí el espacio en el que se ganan las elecciones) y el regionalismo, a la caza de los votos que un día tuvo la Unión Valenciana de Lizondo, que Zaplana se comió pero que el PP luego fue descuidando. En definitiva, Mazón tratará de comerse todo lo que pueda de los 18 escaños que ahora tiene Ciudadanos en las Corts, pero también convocar a ese valencianismo, radicado sobre todo en el Cap i Casal, que pretende reivindicar una personalidad propia sin dejar por ello de ofrendar nuevas glorias a España. Fino tendrá que estar, para que esa apuesta, que puede ser rentable en València, no le genere rechazo en Alicante.

Mazón llega a esa cita con el viento de cola del resultado de Madrid. Pero Puig ha conseguido forjarse una imagen al margen de la de su partido, con lo que el fracaso de éste le afecta, sin duda, pero menos. También el president juega la partida en el centro e intentará quedarse con todo lo que pueda de lo que va a dejar Ciudadanos. Pero sobre todo necesitará movilizar como nunca al PSPV y que Compromís, a su vez, no decaiga, porque el futuro del tercero de los socios del Botànic, Podemos, es poco halagüeño. A nadie le extrañaría que el próximo Parlamento sólo tuviera cuatro partidos (PSOE, PP, Compromís y Vox), en lugar de los seis que, con Cs y Podemos, tiene ahora. Así que esto irá más que nunca de bloques, y hoy por hoy entre el bloque de la izquierda y el bloque de la derecha sólo hay una diferencia de cinco escaños (el Botànic tiene 52, dos por encima de la mayoría absoluta) y poco más de 67.000 votos. O sea, que va a estar apretado. Pero si Mazón tiene el plus del cambio y de los nuevos bríos que sin duda el PP ha cobrado en apenas semanas, Puig también tiene armas. Para empezar, el hecho cierto de que ningún gobierno que haya ido a elecciones desde que comenzó la pandemia ha salido derrotado: ni Feijóo, ni Urkullu, ni los independentistas catalanes, a los que la victoria de Illa no desplazó de la mayoría absoluta ni aun con la pelea que mantienen entre ellos, ni Ayuso tampoco. También que es él el que tiene el botón para convocar elecciones cuando le convengan, y seguramente tratará de agotar la legislatura haga lo que haga La Moncloa, de la que ahora cuanto más lejos mejor, por coherencia con su discurso de la necesidad de gobernar para los ciudadanos dando estabilidad a las instituciones, y también por ver si Mazón, lejos de digerir el cargo, se atraganta con él. Pero además, el PP está consiguiendo hacer calar a escala nacional el mensaje de que hay que «echar a Sánchez» del Gobierno. Pero el de que hay que «echar a Puig» no parece que aquí tenga tanto éxito. De momento, a la que han echado es a Bonig.

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