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Encalaos en el terrao

Tomamos el tren (1)

TOMAMOS EL TREN (1)

El ministerio de Fomento estudia la viabilidad de rescatar la línea San Isidro-Torrevieja, adjudicando un contrato menor que valore la línea con estación en las afueras junto a la CV-905 y Los Montesinos que inicialmente había dado por inviable la recuperación del trayecto de ferrocarril San Isidro-Torrevieja, lo que me lleva a recordad que el próximo 12 de mayo se cumplirá el 137 aniversario de la inauguración de la línea de ferrocarril Alicante-Murcia y del ramal Albatera-Torrevieja.

El 11 de mayo de 1884, con la asistencia del presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo, se inauguró dicho ramal. Las reseñas de la prensa de la época han quedado como testimonio. Aquel domingo fue un día diáfano, de verano avanzado, con un sol que brillaba en todo su esplendor y que, al traslucir el día, se convirtió en un caluroso castigo para la multitud que, a lo largo de los pueblos, o en los actos inaugurales, sin distinción de estamentos, presenciaron la efeméride.

A las siete horas y quince minutos, en presencia de un gentío impresionante, se celebró un acto de importante transcendencia para los intereses de la ciudad de Alicante y para la prosperidad y desarrollo comercial de las poblaciones de la ruta; de la capital de la provincia salió el tren inaugural llevando a bordo a las máximas autoridades civiles y militares con dirección a Orihuela, entre otros Rafael Terol, presidente de la Diputación Provincial; Alberto Ganga, diputado y vicepresidente de dicha corporación; José Soler y Sánchez, alcalde de Alicante; Rafael Miravens Pastor, cronista de la ciudad; y otros muchos. El convoy estaba compuesto por diez vagones de primera, acolchados y de gran lujo, tres de segunda y tres de tercera; siendo despedido a los acordes de guitarras y bandurrias que un grupo de selectos profesores manejaba ejecutando una preciosa marcha entre los aplausos de los viajeros y las gentes que allí quedaron. La locomotora, engalanada con banderas nacionales y extranjeras, salió del andén, orillando el mar. A la altura de cabo Aljub, en Santapola, después de haber cabalgado la máquina sobre terrenos esteparios y extensos saladares, se arribaba a la primera estación, ubicada en un lugar solitario y triste, por lo que el recibimiento no tuvo relieve alguno dada la escasa asistencia, justificada, en parte, por la lejanía del pueblo. Desde la ciudad de las salinas a la de las palmeras, el tren discurrió por terrenos llanos, áridos y resecos, avistando, durante la carrera, hogueras de matas salitrosas quemadas para la extracción de barrilla, y algunas higueras resguardando las escasas viviendas allí levantadas a la exposición del caliginoso sol que todo lo abrasaba.

Según se avanzaba, en la lontananza, apareció Elche y su oasis de palmeras, contrastando con la sequedad de la tierra sobre la que se pasaba. A su altura, todo fue muy triste: ni arcos de triunfo, ni banderas, si adornos. Y lo cierto era, que no hacía falta ornamentos. Las verdes palmas, que pendían de los rugosos y esbeltos talos de las palmeras, suplían con creces toda decoración.

Salió la locomotora de la ciudad ilicitana, chasqueando y silbando, atravesando el puente que salvaba el cauce del Vinalopó, y en nueve minutos llegaba a Crevillente; su población, en masa, deparó un recibimiento apoteósico. La Estación, a escasos metros de la ciudad, permanecía bellamente engalanada con follaje, arcos, gallardetes, escudos, emblemas y alegorías alusivas al acto que se celebraba. El gentío aclamó, jubilosamente a Alfonso XII, bajo cuyo amparo se realizaba el acontecimiento. Antes de parar el convoy, los acordes de una banda de música. Compacta y compenetrada, alegraron la mañana con sones de una marcha.

Siguió cabalgando el tren por una zona pantanosa, acre, descuidada y de agrietado suelo, precursora de epidemias y tercianas, que a poco deparaba al viajero la vista de la torre cuadrangular y el caserío de San Felipe Neri, anexionado a Crevillente.

Al llegar a Albatera, en lo que hoy es la población de San Isidro, difería con el pasaje dejado atrás, de tierra pantanosa, se entró en una feraz y fértil huerta, en donde los cereales espigaban al calor del fuerte sol, aireados, de cuando en cuando, por las ramas de las gráciles palmeras que, junto al granado, menudeaban aquellos andurriales.

En el pueblo, música de bombo y platillos, júbilo indescriptible y breves minutos de parada. Gran acontecimiento que se multiplicó a la salida, silbando el tren con estrépito, espantando a unos niños y a un burro que observaban, a distancia la escena, huyendo despavoridos, presagiando algún mal.

Corría el tren galopando a través de campos de exuberante verdor, colmado de naranjos y limoneros, en contraste con el dorado cereal de erguida espiga.

A la derecha de la vía, sirviendo de pared al paso, se vislumbró la sierra de Callosa de Segura, en cuya falda se asienta el pueblo que avistaba en la lejanía merced al minarete de la iglesia, cuya prominencia servía de orientación al viajero. En la estación, también adornada, el ayuntamiento se incorporó a la comitiva.

Ladeando la sierra, en un recodo apareció Redován, dejado de lado para seguir ruta a Orihuela, a donde se llegó a las nueve y media. La estación aparecía engalanada para día de fiesta y la música fue tocando, sin cesar, preparando el recibimiento. A la a la derecha del vial aparecía un suntuoso altar y a sus espaldas un suntuoso trono.

El alcalde Matías Rebagliato y Sorzano ordenó despejar el andén, recibiendo al gobernador José López Guijarro. La multitud, que esperaba saludar a Cánovas del Castillo, quedó decepcionada porque el jefe del gobierno no viajaba allí.

En un pequeño tren procedente de Torrevieja, la banda de música de aquella población llegaba tocando airosas marchas, poniendo brillante contrapunto a la algarabía allí existente.

Al tener noticia las autoridades de Alicante de la llegada del obispo de la diócesis Victoriano Guisasola, salieron junto con las de Orihuela a recibirle con los honores correspondientes.

En la estación, luciendo su palmito, un grupo de bellas mujeres, ataviadas con trajes de la huerta y oliendo a azahar que llevaban en sus cabellos como únicos adornos, dieron nota de color a la bulliciosa fiesta de alegre barahúnda.

El 23 de mayo, desde estás mismas páginas del diario ‘INFORMACIÓN’ seguiremos contándoles la historia de la inauguración del tren de la Vega Baja.

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