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Antonio Gil Olcina

De vasallos-enfiteutas a propietarios

Palacio de Altamira (Elche)

Las tierras pertenecientes al antiguo reino de Valencia constituyen notoria salvedad en la afirmación generalizada que las propiedades de la nobleza son más nutridas y suelen ocasionar predominio o considerable presencia de la gran propiedad allí donde los señoríos ocuparon mayor extensión. Dicha advertencia se hace rotunda excepción con el manejo de datos relevantes: al promulgarse el trascendental Decreto de las Cortes de Cádiz de 6 de agosto de 1811, al que luego nos referiremos, las tres cuartas partes del territorio valenciano (75%) eran de jurisdicción señorial. Unos años después, circa 1825, el notable hacendista José Canga Argüelles cifró en 40.000.000 de reales las rentas señoriales de la provincia-reino de Valencia, a la que había representado en Cádiz y donde estuvo destinado; y, sobre esta base, estimó en 84.850.000 las del conjunto de la España Peninsular. Así pues, los ingresos dominicales valencianos ascendían a poco menos de la mitad (48,51%) de los de toda la España Peninsular, doblaban a los de Cataluña, casi decuplicaban los de Galicia y multiplicaban por veinte a Sevilla.

En abierta desemejanza y disimilitud con lo anterior, que evidencia la extraordinaria amplitud e importancia del régimen señorial valenciano, un informe elaborado, en 1888, por los registradores de la propiedad de las provincias de Alicante, Castellón y Valencia, entre otros extremos, afirmaba: “A antiguos tiempos se remonta la constitución de estos gravámenes, que consisten en censos consignativos, reservativos y enfitéuticos, derechos señoriales… En la actualidad los mencionados censos … han sido en gran parte redimidos, otros han caducado por el lapso del tiempo, y otros, en fin, sin haber prescrito no se pagan…”. En el primer tercio del siglo XX, según los datos aportados al Registro de la Propiedad Expropiable (1933), treinta Casas de la Grandeza poseían, en España, extensiones de tierra superiores a 4.000 hectáreas; de ellas, una decena habían tenido presencia notable en el antiguo reino de Valencia (duques de Medinaceli, asimismo de Segorbe, marqueses de Denia y condes de Cocentaina; duques de Alba y Peñaranda, hermanos, sucesores del vencedor de Almansa (1707), duque de Berwick, creado duque de Liria y Jérica, de ahí el nombre del célebre palacio madrileño; marqueses de La Romana; duques de Fernán Núñez, linaje al que vendrían a parar los bienes de la Casa condal de Cervellón-Elda-Anna; conde del Real y duque de Villahermosa, a cuyos antecesores había pertenecido el Vizcondado de Chelva y otros estados; duque de Sueca, descendiente de Manuel Godoy). Más aún, algunos de los títulos de referencia (Elda, La Romana, Real, Sueca, Villahermosa) aluden a toponimia valenciana. Todo ello no es óbice, empero, para que dichos patrimonios territoriales, antes de 1900, hubiesen desaparecido, en su práctica totalidad, las posesiones valencianas. Por entonces, solo en el Bajo Segura algunos Grandes (Pinohermoso, Rafal, Bosch de Ares) mantenían propiedades de consideración.

La singular evolución, en el resto de las tierras valencianas, de los patrimonios señoriales tiene por principal clave explicativa la naturaleza, expansión, desintegración y extinción del “establiment”. El contenido de este excedía, por completo, el contrato entre particulares, ya que el estabiliente intervenía no solo como dueño de la tierra, sino, en primer término, como titular de la jurisdicción (suprema o alfonsina), de modo que a la señoría directa consustancial a la enfiteusis, que, en este caso, era un dominio eminente, se superponían vasallaje y jurisdicción, al tiempo que se añadían derechos exclusivos, privativos y prohibitivos; y, en su caso, percepción total o parcial de diezmos, los diezmos de legos; en suma, un bloque señorial compacto y macizo, hecho de potestad, derechos exclusivos y dominio mayor de las tierras establecidas. Metafóricamente, el “establiment” señorial semeja el bulbo de la cebolla, hecho de capas: la más externa y consistente, la jurisdicción, a manera de armadura e instrumento coactivo que convertía en intocables y seguras las restantes fuentes de rentas señoriales; íntimamente relacionada, la malla de derechos exclusivos, que mediatizaban por entero el día a día de los vasallos-enfiteutas, con el absoluto control de la transformación de productos agrícolas (molinos, almazaras, lagares, hornos de pan,…), abastecimiento (carnicerías, tiendas, tabernas,…), montes (leña, madera y caza), pesca en albuferas y otras actividades económicas; además, en las baronías resultaba bien frecuente la participación señorial en diezmos, con la percepción del tercio diezmo, incluso en algunas sus titulares eran únicos llevadores de diezmos (el conde de Elda en esta villa y su valle; el duque de Híjar en Monóvar y Pinoso); por último, como meollo o miga, el dominio eminente de las tierras enfitéuticas.

Subrayemos que el “establiment” señorial conoció en los feudos del reino de Valencia una excepcional propagación a favor de tres sucesos históricos de primera magnitud y algún proceso adicional: hitos principales marcan la conquista, el extrañamiento de los moriscos (1609), con la entrega de sus bienes raíces a los señores jurisdiccionales, y la gran etapa roturadora que arranca del último cuarto del siglo XVII y abarca buena parte de la centuria siguiente; incidencia complementaria, pero no desdeñable, posee la creación de señoríos alfonsinos, hecho de raigambre foral y genuinamente valenciano. Destaquemos la insólita relevancia de las cartas pueblas otorgadas tras la expulsión de los moriscos (1609), que tuvieron plena vigencia, jurisdiccional y solariega, dos siglos (1611-1811); y de ellas dimanaron, para una mayoría de tierras valencianas, los “establiments” redimidos o prescritos luego de la revolución burguesa (1835). En 1797, Cavanilles, a la hora de enjuiciar las exigencias señoriales en las nuevas poblaciones, se centraba en la partición de frutos, que proporcionaba, en la gran mayoría de aquellas, el grueso de los referidos ingresos: “… rotos los tratados o encartaciones antiguas, se hicieron nuevos pactos o capítulos de población. Las condiciones fueron más gravosas donde fue mayor el número de pretendientes, mejor la naturaleza y condición de los campos, y menor la bondad natural de los Señores. Unos se contentaron con la octava o sexta parte de los frutos, otros con la quinta o cuarta, y algunos exigieron la tercera…”. Insistamos en que las exacciones eran múltiples, como censuraba Macanaz (1713): “Tienen los señores en este Reino sobre muchos de sus vasallos unos pechos y contribuciones tan exorbitantes que les reducen de libres a esclavos… con que parece que tuvieran fábrica de moneda y no pudieran pagar lo que pagan…”.

Con la guerra napoleónica (1808) se iniciaba el proceso que, tras los paréntesis absolutistas de 1814-1820 y 1823-1833, conducía a la revolución burguesa y, en la decisiva década de 1833-1843, a la completa desintegración del “establiment” señorial; si bien la extinción de la señoría directa, por redención o prescripción, se produciría ya en la segunda mitad de siglo. Incorporadas las jurisdicciones a la Nación, con la prohibición expresa de que nadie en lo sucesivo “se llamara señor de vasallos”, y abolidos los derechos exclusivos por el citado Decreto de las Cortes de Cádiz de 1811 -que no fue menos importante para una mayoría de valencianos que la Constitución de 1812-; y suprimidos los diezmos (1841), subsistieron legalmente, encuadradas en el señorío solariego, las percepciones enfitéuticas. Sin embargo, fuertemente contaminadas por siglos de convivencia y apoyo en la jurisdicción, fueron tachadas de infurción señorial y rechazado sistemáticamente su pago por los enfiteutas o censatarios. Disminuido el dominio directo, antes mayor y eminente, de los señores territoriales, crecido en idéntica medida el útil de los colonos, el señorío solariego que habían amparado las disposiciones de Fernando VII, era, y se reveló, fallecido el monarca y concluida la década absolutista (1833), inviable.

El mes de agosto de 1835, en pleno apogeo de la llamada “revolución de las provincias”, la Junta Valenciana decidió, por su cuenta y riesgo, el restablecimiento de la Ley de 3 de mayo de 1823, abiertamente beligerante con la perduración del señorío territorial o solariego; invocándola, los enfiteutas valencianos interrumpieron, definitivamente, el pago de todas las prestaciones inherentes a aquel: nunca más volvieron a satisfacerse rentas señoriales en el antiguo reino de Valencia; se abrió así un proceso fáctico de consolidación de dominios, en manos de los enfiteutas, por prescripción: podría haber resultado global de no mediar el acceso de los moderados al poder (1844), que hacía viables, y probables, las acciones legales de los señores territoriales para ejercitar el comiso de los predios establecidos y reclamar los atrasos. En la década clave de 1833-1843, no sin intermitencias, se registró una aceleración del proceso revolucionario (Mendizábal, Calatrava, Espartero) que demolió la sociedad estamental mediante un conjunto de disposiciones desvinculadoras (supresión de mayorazgos, desamortizaciones) que coadyuvaron eficazmente a la extinción del señorío solariego en tierras valencianas, haciendo posible legalmente y facilitando la liberación del mismo en antiguas baronías, señoríos de órdenes, abadengos y señoríos eclesiásticos. Con los moderados en el gobierno (1844), los mayores enfiteutas que, desde el verano de 1835, no satisfacían renta alguna a los señores territoriales, percibieron el peligro que estos, como se ha indicado, procedieran contra ellos. No puede extrañar que las situaciones incómodas de una y otra parte, por motivos distintos, predispusieran al acuerdo y a la transacción, originándose liberaciones colectivas del señorío territorial en buen número de municipios, con condiciones sumamente ventajosas para los censatarios (el marquesado de Elche proporciona, entre 1851 y 1855, un ejemplo temprano y prototípico). También ayudaron en este proceso de acceso de los colonos a la propiedad sentencias favorables en pleitos antiseñoriales (Elda, Denia) y algunas grandes bancarrotas nobiliarias (ruina de Casa de Altamira-Astorga-Elche o la quiebra del duque de Osuna y del Infantado, que también lo era de Gandía).

En extensos territorios (Baja Andalucía, Extremadura, Mancha, Montes de Toledo) la inexistencia de participación en el dominio de la tierra del campesinado (jornaleros, medieros, terrajeros, pequeños renteros) auspició la permanencia de la gran propiedad en manos de la antigua nobleza jurisdiccional. A diferencia, en el ámbito valenciano, la entrega a los pobladores del dominio útil, por limitado y sometido que estuviera, constituyó la base que, engrandecida a favor de la activación del proceso revolucionario en la década de 1833-1843, convirtió a quienes aún eran vasallos-enfiteutas en 1811, antes que concluyera la centuria, en dueños del pleno dominio de la tierra; abriendo paso, sin estructuras latifundistas, al predominio en el labrantío tradicional de la pequeña y mediana propiedad.

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