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Daniel Capó

La mentira programada

A lo largo del siglo XX, grandes burocracias se han dedicado al engaño y a la mentira programada

Una gasolinera fuera de servicio por el ciberataque a Colonial

Un reciente ataque cibernético contra el principal oleoducto de la Costa Este de los Estados Unidos (el cual obligó a que Colonial Pipeline, el operador del sistema, decretase un cierre temporal) ha vuelto a poner sobre el tapete la fragilidad de nuestras infraestructuras ante cualquier intrusión informática. Casi como en una profecía schmittiana, la guerra moderna ha mudado de piel: las trincheras de principios del siglo XX han dado paso al espacio virtual de los bits y al despliegue de drones asesinos. Por supuesto, dentro de este moderno arsenal ha adquirido un protagonismo central la desinformación como arma de división política. A su historia en los últimos cien años le ha dedicado Thomas Rid, académico alemán y profesor de la Johns Hopkins University, un importante libro titulado Desinformación y guerra política (Ed. Crítica, 2021). «El siglo XX –leemos en el prólogo– fue un vasto laboratorio de pruebas de la desinformación y la mentira profesional organizada», a cuyo fin se destinaron –sobre todo en los países comunistas– burocracias enteras dedicadas a explotar medias verdades, ya que «para que la desinformación funcione debe “responder al menos parcialmente a la realidad o al menos a puntos de vista aceptados”». Rid habla de un mínimo de diez mil operaciones lanzadas por la URSS y sus países satélites durante los años de la Guerra Fría, que fueron languideciendo tras la caída del Muro de Berlín y que se han vuelto a intensificar a partir de 2010 con la expansión de Internet y el protagonismo de las redes sociales.

¿Qué se busca con la desinformación y el engaño político? Sobre todo, dividir y debilitar a las sociedades democráticas. «Las campañas de desinformación a gran escala –insiste Rid– son ataques contra un orden liberal epidémico o un sistema político que deposita su confianza en guardianes esenciales de la autoridad fáctica. Estas instituciones valoran más los hechos que los sentimientos, las pruebas que las emociones, las observaciones que las opiniones. […] Las medidas activas erosionan ese orden. Pero lo hacen tan lentamente, tan sutilmente, como el hielo al derretirse. Esta lentitud hace que la desinformación sea mucho más insidiosa, ya que cuando se erosiona la autoridad de las pruebas, ese hueco lo llenan las emociones». Es algo que hemos podido constatar especialmente en estos últimos años, en los que la llamada “democracia sentimental” ha adquirido un enorme protagonismo, incrementando las lecturas en clave populista y antisistema de la realidad. Internet ha acelerado aún más este proceso de erosión puesto que, con el uso masivo de las redes, resulta «más difícil que nunca contrarrestar o eliminar los rumores, las mentiras y las teorías de la conspiración».

La otra gran novedad de nuestro tiempo es que este tipo de guerra de baja intensidad tiene también lugar en el mundo de las máquinas, a medio camino entre el espionaje y el sabotaje. El hackeo permite acceder a nuestros espacios privados y nuestra intimidad a un coste muy bajo para utilizarlos en nuestra contra o sencillamente para reescribir nuestras vidas. Los hackers, como hemos podido comprobar estos días, son capaces de paralizar infraestructuras o provocar un enorme caos logístico, de inutilizar un servicio o impulsar decisiones equivocadas. La lectura de Desinformación y guerra política nos ayuda a interpretar la abrumadora complejidad de una época marcada por el cultivo interesado del resentimiento y el odio.

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