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Daniel Capó

¿Qué hará Sánchez?

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

La marcha de varios altos cargos económicos del gobierno durante esta última semana ha provocado cierta sorpresa en los ambientes periodísticos y políticos del país. Son figuras relevantes en el organigrama de Moncloa que deciden dar un paso atrás y regresar a la actividad privada o a la vida académica, en lugar de afrontar la difícil ejecución de los Fondos Europeos –ligada a un duro plan de ajuste fiscal a medio plazo– y asistir al esperado rebote del PIB y del empleo que se prevé para los próximos meses. La recuperación vertical de la actividad económica, por supuesto, llegará con celeridad a medida que las empresas y los mercados reabran y el pulso de la calle adquiera visos de una relativa normalidad. Las vacunas y el inicio de la temporada turística –mucho más tarde de lo habitual este verano– posibilitarán el previsible retorno a la normalidad, que no será tal –no plenamente, quiero decir–. Las deserciones en el equipo de gobierno sugieren, de hecho, estas dificultades. La principal, sin duda, es recuperar la solidez de las cuentas públicas sin afectar negativamente el dinamismo empresarial, esto es, el empleo y el crecimiento.

La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) ya ha señalado esta semana la ausencia de un plan concreto de ajuste fiscal en el programa presentado por España a Bruselas, el único de los países grandes de la Unión que todavía no lo ha elaborado. La sucesión de globos sonda que, desde los aledaños mediáticos del gobierno, anuncian una importante subida de impuestos para los próximos años no dejan de sembrar dudas sobre las enormes dificultades presupuestarias que afronta nuestro país. El necesario estímulo a la inversión pública –tras un prolongado período de pretendida austeridad que se ha mostrado incapaz de controlar los desequilibrios en la Hacienda Pública– se enfrenta ahora a una difícil ejecución. La mala gestión tiene consecuencias y, mientras que Alemania cuenta con cuantiosos remanentes y Estados Unidos disfruta de soberanía monetaria y de un crédito casi ilimitado gracias al dólar, España en cambio dispone de una autonomía presupuestaria muy limitada, por no decir inexistente. En otras palabras, sin reformas no habrá rescate. Y las reformas son, por definición, dolorosas. 

¿Qué hará Sánchez en esta coyuntura? ¿Apurar el ciclo electoral a lomos de la inmunidad de grupo y del repunte de la economía o convocar elecciones en otoño antes de que llegue el tiempo de los ajustes? Es algo difícil de prever porque, al desgaste propio, se suma la incipiente descomposición de Unidas Podemos –tras la huida de Iglesias y sus malos resultados electorales– y el lastre electoral que supone para el PSOE el apoyo de los partidos independentistas. Mientras tanto parece que soplan vientos favorables para Casado, lo cual no debe llevar a engaño: no es la primera vez que una gran victoria de los populares en Madrid se traduce en derrota en las nacionales. La política española permanece más abierta que nunca, a pesar del previsible regreso a un bipartidismo moderado. Lo que no vuelve es la normalidad política: el espíritu de los grandes pactos de Estado y de los consensos compartidos. Y, sin ellos, la decadencia seguirá su curso gobierne quien gobierne. Decir adiós a las viejas formas parece condición necesaria para nazca lo nuevo.

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