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Centenario mironiano. A propósito de "Años y leguas"

Foto inédita del escritor alicantino Gabriel Miró.

En estos días de mediados de mayo se cumplen cien años de un suceso de apariencia irrelevante, pero de cuyas consecuencias gozamos cada vez que abrimos las páginas de un libro excepcional, de inagotables relecturas, llevados por nuestra necesidad de habitar de nuevo en ese mundo de palabras que suscitan la emoción del mundo de nuestra experiencia elevado a una insólita perfección.

   Sabemos, gracias a su epistolario, que el lunes 16 de marzo de 1921 Gabriel Miró, junto con su familia, regresa a Alicante, después de siete años de ausencia, para trasladarse de inmediato a Polop de la Marina, donde pasarán ese verano y los siguientes, hasta el de 1928. De esa estancia sacó materia para escribir lentamente, destilando con precisión el lenguaje hasta encontrar cada palabra, uno de los libros más hermosos de la literatura española, Años y leguas, publicado a mediados de ese último año y siete después de haber sido concebido.

   Del motivo del viaje y de la estancia veraniega conviene apuntar algún dato. En principio, el escritor no vino a Polop a veranear por placer, sino por necesidad. Miró, con su familia (su esposa, sus dos hijas y su madre), residía en Madrid desde el verano de 1920, después de haber vivido en Barcelona desde 1914. Al año siguiente, los médicos diagnosticaron a su hija menor, Clemen, una grave enfermedad y le aconsejaron cambiar los aires de la capital por los de Guadarrama o los de Levante. Óscar Esplá les resolvió el problema de la vivienda al recomendarles una finca donde él había vivido, en alquiler, años antes: la masía “Les Fonts”, en Polop de la Marina. El regreso de Gabriel Miró a su tierra fue un acontecimiento decisivo en su vida, como podemos apreciar por el contenido de las cartas en las que da cuenta a algunos amigos de su nuevo estado. Para muestra, basta este párrafo: “Estoy muy contento de nuestra vida rural. Todas mis faenas son de mozo de campo. Voy al pueblo por la compra; a traer agua fina, recién nacida, de la fuente del barranco de la Salud. Clemen se va tostando. Nos sumergimos en el silencio, en la lluvia y en el sol como en un baño de felicidad y de inocencia. ¡Qué pobre vida la nuestra de Madrid!”

   El fragmento transcrito pertenece a una carta del 24 de mayo dirigida al poeta canario Rafael Romero. El gozo que supone esa nueva vida en Polop es asunto central de varias de sus cartas, y de ese estado de ánimo surge el propósito de escribir algo más ambicioso. A los pocos días de su estancia en Polop de la Marina, informa a Alfonso Nadal: “quiero hacer un libro. Es preferible que mis impresiones campesinas vayan hiladas y tejidas harmónicamente. Para eso necesito esperarme a mí mismo, y esperar que el trabajo se fragüe en conjunto.” El libro ha de ser fruto de la maduración, con tiempo y trabajo, y ha de tener unidad (que “se fragüe en conjunto”). No piensa escribir una sucesión de artículos para recopilarlos después en un volumen; esa es una idea que desecha. Pocas semanas después insiste en el asunto, reiterando su negativa a redactar artículos para el diario La Publicidad (desde donde se solicitaban sus colaboraciones); ha de escribirlos como “capítulos articulados que había de hacer en Madrid. Las cosas no cristalizan enseguida. Y no sé escribir ‘inmediatamente’ delante de lo que me impresiona”. Miró nunca escribía “a pie de obra”, ni movido por ese curioso rapto llamado “inspiración”; estos “capítulos” no los escribió en Polop (como suelen afirmar no pocos estudiosos mironianos); allí vivía intensamente y recogía sus impresiones; luego fraguaba con ellas un texto que tendría que ir perfeccionando, como vemos en las diferentes reediciones. Un libro tan luminoso, tan henchido de naturaleza, fue escribiéndose, en su mayor parte, en noches de invierno, a la luz de la lámpara de su gabinete de trabajo, en un piso de un edificio de vecinos de la calle Rodríguez de San Pedro, en el madrileño barrio de Argüelles. Y fue escribiéndose “a distancia de tiempo”. Los primeros textos aparecen en 1923, en La Nación de Buenos Aires, y lo hacen como “capítulos” de Años y leguas. El libro, unitario (insisto en que no se trata de una colección de estampas), fue creciendo a lo largo de siete años, desde su concepción en 1921 hasta su publicación en 1928; y sus capítulos fueron viendo la luz, en diferente estadio y con diferente orden, en un par de periódicos, fundamentalmente: en el citado La Nación, desde febrero de 1923 hasta diciembre de 1925, y, muy modificados, en El Sol, desde noviembre de 1924 hasta diciembre de 1927, cuando aparece por primera vez la última sección del libro, las soberbias “Imágenes de Aitana”.

   Miró regresó todos los veranos a la misma masía de Polop; pero el año recreado es el primero. Porque eso es lo que se cuenta y lo que constituye la materia del libro: un verano, de junio a septiembre, en el que Sigüenza retorna al campo de su provincia natal después de veinte años de ausencia. Ese sentimiento, el del regreso, y sus consecuencias en el ánimo del personaje, es objeto de la atención del escritor a lo largo de esos años cruciales en su vida: comenzó a pensar en el libro cuando experimentó las primeras impresiones, a los 41 años, y lo vio publicado con 49. Su escritura atraviesa los mejores años de su madurez y llega casi hasta los umbrales de ese momento en que declara a su editor, Ruiz Castillo, en 1929, ahora desde la finca de Benisaudet, en el único año en que veraneó allí: “¡50 años, Castillo! He de principiar a ser viejo.” Nueve meses después murió sin adentrarse en la vejez.

   Ese único verano, que fue recreando a lo largo de siete años, está mantenido por el sentimiento aludido en una carta de 1923 a Germán Bernácer: “¿Es que no recuerdas como una felicidad nuestro primer año en Polop y en el Molino?” (el “Molino” es el de Ondara, en Aitana, lugar al que solo fue el primer año). La experiencia de la felicidad ¾es decir, su permanencia en la memoria y, por tanto, su presencia¾ es lo que logra expresar en un libro de plenitud: una felicidad solidaria de la conciencia y del sentimiento “de su límite, el de la muerte”; porque es un libro sobre el gozo de vivir y la dolorosa conciencia de nuestra finitud. Un libro que, si hay que situarlo en algún género, sería en el de la novela, una novela lírica (tal vez la mejor en nuestro idioma) construida sobre el modelo cervantino: sucesión de episodios, centrados en un protagonista, entreverados con novelas breves nacidas “de los mesmos sucesos que la verdad ofrece” (como apunta Cide Hamete, al comienzo del capítulo 44 de la segunda parte del Quijote).  

   Debemos volver a Años y leguas; frecuentar esas páginas donde se contiene una imagen esencial de nuestra tierra; una imagen no localista, sino universal (“se ha de ser de un sitio concreto, y la belleza lo es”), salvada de los estragos del tiempo gracias a la perfección de su forma.

   Pocas semanas después de la muerte de Miró, Azorín escribió algo que debemos entender en todo su sentido: “Años y leguas no solo es una obra capital en nuestras letras, sino que marca una época en nuestro pensamiento literario.” Libro complejísimo, en cuyo sentido (o sentidos) debemos profundizar. Como universitario afirmo que este libro está pidiendo un Simposio para él solo; esperemos que pueda hacerse realidad en los próximos años.  

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