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Tribuna

Ensayo de una despedida

Francisco Brines.

Y a hace más de 35 años del día aquel en que conocí en Canarias a quien, entonces joven, tenía un cierto aire de gitano distinguido, moreno de pelo y tez y acicalado en el vestir. Su mirada era pícara y bondadosa a la vez y su sonrisa franca una forma de abrirse a los demás que completaba con un modo atento de escuchar y de interesarse por los otros. Hace ya más de 35 años que llegó a mi isla de Tenerife aquel joven de atildado vestir, de cuya blanca camisa recuerdo la transparencia del tejido fresco y sobre ella el discreto color de su corbata; un impecable terno completaba su llamativa corrección de caballero.

La formalidad del atuendo era pareja a la compostura del visitante: impecable en las formas del trato personal, suave y bondadoso en las maneras. Pero su atractivo mayor provenía de los misteriosos rasgos de su rostro cetrino, su mirada atenta, honda, sonriente; su risa inteligente, acogedora y pródiga. Completaba el perfil el toque informal de una negra melena tímida que en la vecindad de la frente ya por entonces era escasa. Acostumbrados a los estereotipos de los poetas sociales que entonces frecuentábamos, Francisco Brines nos pareció de pronto – a mí y a los que conmigo andaban: alevines de poetas, meritorios del periodismo, pintores de incipiente mancha – un ave rara en el desaliño frecuente del mundo literario del momento. Ni su figura ni sus modos sugerían distancia y, por el contrario, su pronta atención al chico de provincias que se le acercaba curioso permitía reconocer en él a un nuevo amigo. Y si así era, me he preguntado siempre qué vago temor o extraña timidez se adueñó de mí en los primeros momentos del encuentro con Brines. Quizá, he pensado alguna vez, la detección de un enigma fomentado por la consciencia de hallarme ante un poeta, cuyo descubrimiento supuso para mí el mismo temblor que el primer día que leí a Cavafis. Pero no era eso. La certeza de una cercanía, la evidencia de una complicidad que por el momento yo quería oculta, era lo que paradójicamente me turbaba. Había leído Las brasas y en la sensualidad de sus luces me reconocía con la íntima emoción que la poesía verdadera procura al convertirte en sujeto del poema, al fundirte en la experiencia del creador y vivirla como propia.

Brines me hizo en aquel viaje dos regalos. Uno de inmediato: un ejemplar de Palabras a la oscuridad. Su lectura vivaz y voraz, apasionada, con la intensidad irrepetible de la juventud, no sólo agrandó en una noche mi admiración por el poeta sino mi honda gratitud porque esa noche, desde su obra, el aire poderoso de la libertad arrasaba con los miedos que me impedían crecer. Lo normal es que él no lo recuerde; yo, sí: cambié mi modo de mirarlo de un día para otro. Quizá el día anterior, antes de leer Palabras a la oscuridad, yo temiera ser descubierto por él; después de esa lectura, pasaba a desear ser descubierto. El segundo regalo tiene algo que ver con la pronta comunicación que el pintor José Luis Toribio y yo conseguimos con él, porque de esa temprana comunión surgió un viaje de los tres a las Cañadas del Teide, y de la fascinada curiosidad de Brines por la flora autóctona, por la fauna singular, por los misterios de aquel paisaje y por nuestra juventud en las islas, surgió su hermoso poema al enigmático pájaro del Teide, publicado al fin en Poemas excluidos.

Pero aquello era sólo el comienzo de una larga y fecunda amistad que el destino contribuiría a fomentar con mi venida a Madrid y la casual vecindad a su casa de María Auxiliadora y que se nutriría de gustos comunes, de sólidas amistades compartidas, de experiencias felices y momentos que no lo fueron tanto. Pero eso forma parte de la larga crónica de un privilegio, el de su amistad, y de otra fortuna, asimismo impagable, la de su ejemplo moral.

Cada vez que en mi vida he tenido la tentación de dejarme deslumbrar por la apariencia de las cosas más que por su esencia he recordado la actitud honesta de Brines ante el mundo. Cuando la apetencia de lo innecesario se ha apoderado de mí se ha impuesto su sentido de la sobriedad como modelo. Cuantas veces he incurrido en liviandad ante el trabajo literario me he sentido reclamado por el rigor aprendido con él. Me ha enseñado a desconfiar de la farfolla poética y a distinguir el grano de la paja en el disfrute de la poesía. Ignora hasta qué punto me ha enseñado a leer y cuánto le debo de lo poco que haya aprendido a escribir.

Que lo llame maestro, quien ha aprendido tan poco como yo, supone poner en riesgo su prestigio, pero reconociéndolo hermano mayor y amigo más querido no sé si lo honro, lo que sé es que me siento muy afortunado porque entre los favores que me ha hecho la poesía está la gratificación de su cercanía y de su bondad.

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