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Gerardo Pérez Sánchez

No todas las respuestas se encuentran en el ámbito del Derecho

Percibo de una forma cada vez más acusada la tendencia a traducir en norma jurídica varios aspectos de las relaciones sociales, así como ciertos anhelos y deseos a los que aspira el ser humano como miembro de la sociedad. Se pretende convertir en “derecho”, en “sanción” o en “prohibición” cuestiones impensables hasta hace poco tiempo. Es cierto que las normativas son vehículos importantes (en ocasiones, los únicos) para garantizar los cambios colectivos y el progreso comunitario. Los profesores de Derecho Constitucional solemos enseñar la evolución de los derechos por fases históricas, pues cuando surgieron las primeras Constituciones o Declaraciones de Derechos no existía el denominado “derecho al medio ambiente” ni, obviamente, el reciente “derecho a acceso a internet”, que ya ha hallado plasmación en diversas resoluciones de la ONU e, incluso, se ha incorporado a alguna de las más modernas Cartas Magnas. Asimismo, y al margen de la esfera específica de los derechos, se produce una circunstancia similar con las legislaciones sancionadoras y las destinadas a prohibir conductas.

Sin embargo, toda norma jurídica responde a unos planteamientos concretos y posee una estructura determinada, que no siempre se amolda a las aspiraciones de la Humanidad. La buena educación (entendida como cortesía y amabilidad de unos con otros) constituye sin duda un noble empeño, pero no procede legislar para imponer el dar los “buenos días” por las mañanas. Igualmente, casi nadie cuestiona las bondades y ventajas del aseo personal, pero no parece necesario regular la periodicidad entre ducha y ducha ni imponer multas ante su hipotético incumplimiento. Cabe establecer un margen para el cumplimiento voluntario de pautas comúnmente aceptadas, siendo cada individuo quien asuma la necesidad de adoptar como propias una serie de reglas básicas, lógicas y sensatas. A lo sumo, será el rechazo del prójimo la reacción que conlleven los comportamientos educativamente rechazables.

Pese a ello, sin embargo, se ha instalado la querencia a vestir jurídicamente propósitos que no encajan en esa vestimenta. Publicar una norma en el Boletín Oficial del Estado no obra como herramienta mágica que convierta un deseo, por muy ético y loable que resulte, en realidad, y lo transforme en Derecho Fundamental. El “derecho subjetivo” -en general- y el “derecho fundamental” -en particular- se alzan como conceptos que responden a unas características establecidas y, precisamente por eso, no todo vale.  Desde el punto de vista jurídico, un derecho implica la capacidad de exigencia de su titular y, correlativamente, la obligación de cumplimiento de un tercero, ya sea una persona física o una Administración Pública, pudiendo reclamarse dicho cumplimiento ante un tribunal. Tal estructura (derecho-obligación-reclamación judicial) presenta una configuración incapaz de admitir algunas iniciativas, por muy moral y encomiable que sea su objetivo.

Otra de las diferencias que nos afanamos en trasladar los docentes constitucionalistas es la existente entre Derecho, Derecho Fundamental y Principio Rector, siendo este último un delimitado mandato a los Poderes Públicos para que orienten sus políticas hacia el logro de unas metas (el pleno empleo, el retorno de los inmigrantes españoles, una vivienda digna para todos, etc…), sin que por sí mismos basten para, ante su no consecución, sustentar una demanda contra alguien. En su caso, se podrían presentar reivindicaciones individualizadas cuando los citados poderes públicos, en cumplimiento de dicho mandato, desarrollasen políticas a partir de las cuales comenzaran a surgir los derechos en cuestión.

En un intento de combatir el drama de la soledad, escucho hablar del derecho a no estar solo, creándose en países como Japón hasta Ministerios y leyes sobre la materia. La propia Declaración de los Derechos del Niño -aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas- refleja el “derecho a la comprensión y al amor de los padres y de la sociedad”. Obviamente, no seré yo quien acoja con desdén semejante utopía, aunque sí afirmo que, por mucho que duela, no puede calificarse como “derecho”. Se pueden incluir, en cuantas declaraciones y tratados se redacten, frases que manifiesten el “derecho a ser feliz” o el “derecho a sentirse querido” pero, de ese modo, se admite, si quiera inconscientemente, la posibilidad de crear unos derechos imposibles de ser reclamados jurídicamente. Con ello, se confunde a la ciudadanía y se devalúa el concepto de “derechos”, generando falsas expectativas a quienes se consideran titulares de los mismos pero que, sin llegar a entenderlo, comprueban con decepción que no pueden ni disfrutarlos ni, menos aún, reclamarlos.

Mi pregunta es la siguiente: ¿necesita realmente nuestra sociedad tener todo regulado bajo el paraguas de una norma jurídica? ¿Acaso no deberíamos movilizarnos ante la soledad de un anciano sin crear para ello un Ministerio? ¿Sólo somos capaces de responder ante una pandemia por la vía de la sanción y la prohibición? Si las respuestas son afirmativas, es obvio que nuestra educación cívica es un fiasco y nuestro sentimiento de pertenencia a la comunidad, una ficción. En definitiva, que estamos fracasando como especie. 

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