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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

¿Esto ya es después?

En la pandemia hemos aprendido que la esperanza sigue llamándose Europa y que las demandas y quejas inmediatas se dirigen a los ayuntamientos y a las Comunidades Autónomas

Nos hemos instalado en un sitio raro, que, sin llegar a ser agradable, ya no está invadido por los terrores de meses pasados. Seguimos hablando de marcas de vacunas porque se ha convertido en una costumbre, casi en una afición. Y parece que el balance de la relación entre muertos y turistas o entre ingresados en ucis y cañas de cervezas consumidas, apunta a una clara mejora económica y a la obligación moral de dar por bueno lo que aún nos toque pasar. No se dice mucho eso de la “nueva normalidad”, no vaya a ser que nos pase como aquella otra vez, en que se confundió la desescalada con la espeleología: si aún nos restara algún descenso a los infiernos que, al menos, sea en prosa, despojado de metáforas de asesores de imagen, esos seres terribles. Así que, en fin, la pregunta es la que es: ¿esto ya es después? Porque, eso sí, hace un rato que aprendimos que “el día después de la pandemia” es una quimera tendencialmente aborrecible. Y una cosa es el lenguaje políticamente correcto, cárcel de la creatividad política, y otra cosa es trasladar los lenguajes correccionales a eso que Habermas llama “el mundo de la vida”, lo pre-normativo, lo que vamos haciendo, o descubriendo en las relaciones no estrictamente institucionalizadas.

        A lo mejor la respuesta es que sí, que ya estamos en modo después. Pero no del todo. Habitados por las dudas, nos falta aún la fuerza para organizar y poder decir las experiencias que hemos sacado de la generalización del peligro de muerte, del confinamiento y de los vaivenes de la economía. No es que no sepamos qué pensar, es que ni siquiera sabemos qué sentir. Y eso es grave, porque sentir, sentimos. Los liderazgos políticos van a transitar por estas equívocas vías, y pese a saber que lo esencial es remansar el cúmulo de sensaciones en la playa de lo racional, más de uno naufragará seducido por la urgencia de agudizar lo patético, de reforzar lo sentimental e, incluso, de echar de menos los buenos tiempos del sufrimiento y el secuestro colectivo a cargo del virus. Lo malo es que la sociedad está demasiado débil, demasiado inflamada como para advertir estos manejos. Mejor dispuesta a pedir gritos, culpables y agradables promesas. Esos líderes deberían intentar aprovechar la grieta del mundo para impulsar cambios, pero no faltará quien observe en la piel de las cosas que los tiempos están para un regreso a la bondad de lo trivial, a la canción del olvido -también será precisa una estructura de memoria histórica para la pandemia y sus desventuras-.

        El peligro, pues, es deslizarnos, cargados de gozos y tinieblas, en la penumbra del bosque mítico, condenados a no verlo, abrazándonos a cada árbol que ha crecido en su territorio. En lo político la cuestión clave será entender que ahora es un momento gris pero adecuado para centrarnos en que buena parte de la desazón ante la democracia proviene de que las instituciones o son demasiado grandes o demasiado pequeñas para la diversidad de retos -y ritos- que deben afrontar; que están demasiado cerca o demasiado lejos para que puedan ser leídas por la ciudadanía. Dicho de otra manera: en la pandemia hemos aprendido que la esperanza sigue llamándose Europa y que las demandas y quejas inmediatas se dirigen a los ayuntamientos y a las Comunidades Autónomas. Y que, sin embargo, la gran fuente de poder y legitimidad es el Estado -central, que decimos aquí-. Ahora tenemos que echar cuentas de que Europa tiene que ser algo más que dineros para que esa esperanza sea perdurable. Y que los Ayuntamientos y Comunidades Autónomas han de estar mejor dotados económica, funcionarial y técnicamente para poder ser entes políticos principales, bien gobernados, con la adecuada dosis de responsabilidad y un incremento de sus fuentes de legitimidad. Dicho de otra manera: la gran lección -que, como toda gran lección, parte de una gran pregunta- es que debemos reformar el Estado.

¿Están los grandes partidos en condiciones de plantearse esta cuestión? ¿Lo están los partidos pequeños? ¿No querrán unos instalarse en sus banderas y fronteras de conocimiento? ¿No ambicionarán otros quedarse en el benigno paisaje de casa? En el fondo, de lo que hablamos es de inaugurar reformas jurídicas y de desarrollar experiencias observadas en la pandemia acerca de la federalización del Estado. Porque federalismo no es sólo descentralización, financiación suficiente y contribución de las partes a la formación de la voluntad del conjunto estatal. Federalismo es confianza compartida, redistribución de legitimidades, nuevas fórmulas de lealtad, nuevos vínculos entre las piezas del poder político y de ellas con la sociedad civil, para que ésta también asuma su fundamental rol de actor de este drama.

Salir del lío con alguna expectativa requiere que el Estado central no se ensimisme y se aplaste entre exigencias europeas y demandas comunitarias; que las Comunidades no se ensimismen en sus glorias y los Ayuntamientos en sus fiestas; que la sociedad civil no se conforme con seguir segmentando sus exigencias y lamentos. No es que partidos, medios de comunicación, sindicatos, empresarios y otros colectivos deban pensar en otras cosas, es que deben pensar de manera diferente. Lo federal así resumido no es la panacea, no es magia, pero es lo que mejor podría servir para hacer pedagogía del reconocimiento de lo complejo, frente a lo ilusorio de querer recuperar un mundo de unidades simples, de piezas de puzzle que encajan en sus destinos manifiestos. Eso ya no existe.

Como ya no existen, aunque resisten, el conservadurismo templado que algunos estimaron, o un espacio socialdemócrata y sencillamente keynesiano, o el liberalismo ultra que arrasa con la libertad. Como no puede existir un patriotismo romántico sin hacer mucho daño. Como ni siquiera existen ya “políticas del cambio”, palabras que se hicieron discursos y acamparon entre nosotros -¡cuánta triste melancolía y falta de sentido histórico en los análisis del 15-m!-. De todo ello quedan y perdurarán rastros más o menos estimables -según para quién, claro-, enseñanzas fundamentales, símbolos gloriosos, políticos y políticas valiosos que guiarán mucho tiempo nuestras decisiones. Pero hace falta algo más. Porque lo peor que nos podría pasar, ahora, es quedarnos confinados viralmente en este después, de perfiles tan inciertos.

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