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Fernando Ull

EL OJO CRÍTICO

Fernando Ull Barbat

Perdida en la oscuridad

Agentes vigilan la frontera con Marruecos

Hace veinte años me eché mi bolsa de viaje al hombro y me fui a recorrer Marruecos durante algo más de dos semanas. Como muchos otros antes que yo mi intención era conocer todos esos lugares que Paul Bowles describió en sus libros, paisajes de todo tipo a lo largo y ancho del país, así como a los habitantes de un país desconocido para mí en el que, sin embargo, vivían los protagonistas de sus relatos. En el norte todavía se podía encontrar rastros de la influencia española y era fácil entablar conversación en español con algún parroquiano sentado en la terraza de cualquier cafetería. En el sur, sin embargo, predominaba la cultura francesa que era plena hasta que llegabas a Essaouira: a partir de ahí la presencia cercana del desierto se hacía omnipresente. Todo parecía estar revestido de una luz cegadora procedente del Sáhara que te provocaba una disposición a tumbarte en cualquier lado. También quería conocer lo que quedaba de la Tánger de la generación Beat, aquel grupo de escritores y artistas de toda clase  que pasaron temporadas en la ciudad maldita por excelencia. Me hospedé en el Hotel El Muniria que a principios de siglo aún conservaba los viejos muebles de los años 50, cuando en sus habitaciones William Borroughs escribía El almuerzo desnudo (1959), Allen Ginsberg componía su famoso poema Aullido y recibían la visita de Jack Kerouac.

En el ferry que me llevó desde Almería a Tánger, ciudad por la que los europeos acceden a África, entablé conversación con Fátima, una joven marroquí que vivía en España. Hablamos de Mohammed Chukri, escritor al que yo había descubierto hacía unos meses gracias a su recién publicada novela Rostros, amores y maldiciones. Le conté mi intención de bajar por la costa y subir por el interior de Marruecos utilizando trenes, autobuses y lo que allí se llama grand taxis, es decir, viejos coches mercedes que llevan hasta seis pasajeros, aparte el conductor, entre poblaciones cercanas y por un precio muy bajo. Cuando me despedí de Fátima en el puerto de Tánger me pidió que la llamase antes de regresar a España.

Antes de viajar alguien me dijo que me iba a encontrar un país medieval mecanizado y en cuanto puse un pie en Marruecos supe que era verdad. Al ponerse el sol las ciudades se convertían cuevas oscuras por falta de iluminación. Los teléfonos móviles eran irrelevantes tanto o más que la presencia de la mujer en las calles. Fuera de las grandes ciudades, o mejor dicho del centro de ellas, en los barrios y en los pueblos, apenas se las veía. Los mercados con puestos de frutas y verduras y las calles sin asfaltar llenas de niños a cualquier hora del día me recordaron a la España de los años 40 y 50 que quedó reflejada en el libro Campos de Níjar (1959) de Juan Goytisolo o en los cuentos de Ignacio Aldecoa.

La reciente crisis migratoria y humanitaria que ha sufrido Ceuta y por tanto Europa como consecuencia de la rabieta de las autoridades marroquíes después de conocer que se estaba tratando en un hospital español al líder del Frente Polisario Brahim Gali, aquejado de varias enfermedades de cierta gravedad, tiene su origen en el espaldarazo que Donald Trump dio al rey Mohamed VI cuando reconoció, poco antes de abandonar la Casa Blanca, la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara a pesar de la resoluciones de la ONU que van encaminadas en sentido contrario. El rey de Marruecos, el empresario más rico del país gracias al sultanato en el que mantiene a sus súbditos, que no ciudadanos, cumple a la perfección con el papel de rey omnipresente que, gracias a un régimen cuasi dictatorial con pequeñas válvulas de escape, como es el hecho de que haya una en teoría libertad de prensa que se autocensura por las consecuencias que sus acciones puedan acarrear, pretende que en Europa se respete su sistema feudal. Hay que reconocer que el rey marroquí ha conseguido su principal objetivo al dejar pasar por la frontera con Ceuta a 8.000 desesperados a los que su sistema económico y policial mantiene en la miseria, es decir, desestabilizar la política interna española. Y esto ha ocurrido porque, por un lado, el Partido Popular ha vuelto a ser desleal con el Gobierno de la nación en materia de asuntos de Estado. Pablo Casado, fiel a su política de cuanto peor mejor para mí, ha hecho el juego al Gobierno de Marruecos. Por otro lado, la formación ultraderechista VOX ha llevado a la práctica lo que mejor saber hacer, es decir, servirse del viejo fascismo carpetovetónico de reminiscencias franquistas organizando mítines patrioteros cuyo único objetivo era dividir a los españoles y hacer proselitismo de su ideario clasista.

Un día antes de regresar a España, después de haber recorrido casi todo Marruecos, llamé por teléfono a Fátima. Estuvimos charlando un buen rato sobre cómo era su vida. Se quejó de que, aunque era licenciada en Filología y hablaba tres idiomas no tenía ninguna oportunidad en su país. A la pobreza se sumaba su condición de mujer. Cuando nos despedimos, tras unos segundos caminando, me di la vuelta para decirle algo, pero sólo pude ver su figura desapareciendo en la oscuridad de la noche.

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