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Antonio Ortuño

Se cosecha lo que se siembra

Dicen que, tras los crímenes de Alcácer, en 1992, hubo un antes y un después en las relaciones paterno-filiares, en la forma de cuidar de la descendencia por parte de sus progenitores

Se cumplen 25 años de los terribles crímenes de Alcàsser

Dicen que, tras los crímenes de Alcácer, en 1992, hubo un antes y un después en las relaciones paterno-filiares, en la forma de cuidar de la descendencia por parte de sus progenitores. Desde que se conoció que tres adolescentes de catorce y quince años, Míriam, Toñi y Desiré fueron secuestradas, torturadas, violadas y asesinadas, la confianza en la seguridad en la que vivían nuestros hijos se resquebrajó. Todo se trasformó en miedo, desconfianza, en dudas y temores por todo y por todos cuantos rodeaban a nuestros niños y adolescentes. No fue un hecho que apareció de la noche a la mañana, el tratamiento que algunos medios de comunicación dieron al caso Alcácer fue un factor determinante. Hubo programas televisivos como Quién sabe dónde dirigido por Paco Lobatón, De tú a tú con Nieves Herrero y a los que posteriormente se les unió Esta noche cruzamos el Mississippi presentado por Pepe Navarro donde, casi durante un año, consentidos y aclamados por una audiencia fanática, se rebasaron todos los límites éticos y morales en las formas y en el fondo de dar conocimiento de una noticia. Dicen que la telebasura llegó de la mano de Nieves Herrero y Pepe Navarro. Tampoco es un mérito. Con los niveles de audiencia que tenían, si no hubiese llegado con ellos, se habría tenido que inventar.

Si duda la prensa amarillista, mostrando con morbo la tragedia de las tres adolescentes valencianas, consiguió instaurar la paranoia y el miedo en le seno de muchas familias. Y lo que hasta ese momento eran prácticas habituales para los pequeños como jugar en la calle, ir al colegio o simplemente ir al supermercado solos, se convirtieron en actividades de alto riesgo. Comenzó a tener forma de lo que hoy conocemos como “Padres helicópteros”. Son papás que controlaban celosamente a sus hijos, les dicen cómo, cuándo y con quién tienen que jugar, cómo recoger, como pintar, lo que les gusta y lo que no, … Cuando en nuestra ansia de proteger a nuestros vástagos los encerramos en una urna de cristal, cuando son los adultos los que solventamos las contrariedades diarias a nuestros hijos, no nos damos cuenta de que los estamos privando de las herramientas para reconocer problemas, resolverlos y gestionar las emociones causadas por estos. Sin ser conscientes y dentro de sus urnas, nuestros hijos van creciendo inmaduros, con una total dependencia de los adultos, a veces desafiantes, otros sumisos, apáticos y a veces con una gran dosis de frustración que suele reflejarse en una mala educación, una escasez de habilidades sociales y en algunos casos en una violencia incontrolada.

Esas burbujas de cristal, en las que creemos que protegemos a nuestros niños y adolescentes, lógicamente se trasladan hasta los centros educativos. La cantidad de tiempo que se pierde en crear autorizaciones, pedir permisos, elaborar reglas y programaciones no son para mejorar la calidad educativa de los estudiantes, solo valen para evitar conflictos y denuncias, no de los alumnos, sino de los adultos, de los padres. Autorizaciones para abandonar el centro, para hacer una salida a ver la iglesia del pueblo, para realizar tal o cual actividad extraescolar… Por otro lado, ya son muchos, demasiados, los maestros y profesores que llegan a vigilarse y cuidarse mucho de lo que dicen o hacen en clase porque cualquier cosa puede ser motivo de problemas nada agradables. Una broma, una ironía, un comentario, un leve roce, … puede ser un motivo de queja. Sin darnos cuenta, y con el mismo afán de los padres que sobreprotegen al menor, la autocensura se está imponiendo entre los docentes.

Así, año tras año, y a doble cucharada en casa y en el colegio, vamos llenando a nuestros pupilos de inseguridades y de miedos haciéndolos incapaces de hacer frente a sus problemas. Eso sí, aprenden rápidamente que ser víctima les asegura la atención y protección del adulto, padres, madres y en muchos casos, y cada vez más de educadores. Ya no es difícil encontrar adolescentes con más de dieciocho años victimizándose cuando dicen que: “El profesor me tiene manía”, “La profesora no explica”, “Los deberes son muy difíciles y voy a suspender”, “Con todo lo que estudié y solo me ha puesto un siete”, “Mi tutor me ha dicho que no estudio lo suficiente, me ha llamado vaga” … El adolescente consigue con estos argumentos tan peregrinos, eludir la responsabilidad de su fracaso y a la vez culpabiliza a otros de su fiasco académico. Incapaces de afrontar sus propias frustraciones, a veces, se enfrentan con sus profesores a los que culpan de sus males, con malas formas y maneras y sin herramientas para defender sus posturas, ya que jamás se las hemos dado. Como última y a veces como primera instancia, esperan que Mamá o Papá los saquen del atolladero. Y ya con dieciocho años.

Que la educación pública necesita de forma urgente profundas reformas no es nada nuevo. La educación se creó para dotar a los más pequeños de nuestra sociedad de herramientas emocionales, para fomentar su creatividad y su sentido crítico preparándolos así para la vida adulta. Pero, por el contrario, la sociedad nos pide a los educadores que los sigamos manteniendo en las urnas en las que sus padres los encerraron para que no sufran, para que nunca sufran. Les estamos cortando la hierba bajo los pies, les estamos negando el apoyo, los cimientos que necesitan para en un futuro ser adultos. De una forma u otra nuestros niños y niñas crecerán, se convertirán en adultos y serán tan incapaces como la sociedad los ha convencido de que lo son. Ahora no vayamos a escandalizarnos o llevarnos las manos a la cabeza, de todos es sabido que; “se cosecha lo que se siembra”.

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