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José A. García del Castillo

LA PLUMA Y EL DIVÁN

José A. García del Castillo

Hambre

El hambre casi se ha cuadruplicado en Centroamérica desde 2018, según el PMA

Desde que el mundo es mundo, civilizado o no, parece que el reparto equitativo ha sido una quimera imposible, no solamente en relación a los bienes, también en atributos, oportunidades o suerte.

La naturaleza, sabia a veces y esquiva otras, no otorga las mismas cualidades, aptitudes y facultades a unos que a otros y se muestra bastante caprichosa en los repartos. La distribución de oportunidades se hace cuesta arriba para la mayoría de los mortales, pero unos pocos afortunados tienen la dicha exclusiva de que se les abran las puertas sin tener que llamar.

Las clases sociales han marcado siempre la forma de vida de millones de personas, sin que hayan podido escapar de su condición no escrita, a excepción de esos pocos afortunados que fueron capaces de romper la barrera de lo invisible.

A partir de la instauración de las democracias en los países más aventajados, como forma de gobierno mejor valorada por los ciudadanos, parece que los cambios sociales se amortiguan con los menos favorecidos, porque se supone que el propio sistema se encarga de repartir equilibradamente las cargas y los beneficios para que todos puedan disfrutar de los mismos privilegios.

El valioso formato democrático hace aguas en cuanto la economía se hunde. La calidad de vida y el bienestar general se esfuman a cambio de más esfuerzo por menos beneficios, pero no en todos los niveles sociales. Las clases más altas se benefician de las crisis, no me pregunten por qué, pero posiblemente influya el que los mercados venden más barato y el dinero público, cuando se les tiene que devolver a los inversores, se lo pagan mucho más caro.

Y ahora, uno de cada tres niños en España pasa hambre y necesidades básicas. La crisis sanitaria llevará a la pobreza a más de un millón de niños. El sistema se ceba con el último eslabón de la cadena, los niños, que con la pandemia son los que pagan en hambre por las tropelías de un gobierno con políticas erráticas y desajustes sociales permitidos.

Habría que abogar con más ahínco por la reducción de impuestos en todos los productos de primera necesidad y por una política coherente y equitativa de subvenciones para que ningún niño español pase hambre. Si el gobierno no es capaz de administrar la riqueza del país, es que no es merecedor de dirigirlo. Vivimos en un universo de desigualdades permitidas, a veces alentadas y las más de las ocasiones ignoradas.

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