Quince meses después, las medidas para el control del covid-19, cepas al margen, parece que empiezan a surtir efecto con el inconmensurable apoyo de la vacunación masiva. El devastador balance pasará a los anales de la historia de la generación que tuvo que soportar esta pandemia. Sólo en España se rebasaba en las últimas horas la cifra de los 80.000 fallecidos como consecuencia de este virus mortal, al margen de los millones de contagiados que siguen con secuelas o temen que éstas puedan surgir en cualquier momento de sus vidas. Sin embargo, comienzan a evidenciarse los otros efectos que esta terrible plaga está provocando a nuestro alrededor. La violencia machista se ha desatado brutalmente en los últimos días, tras finalizar el estado de alarma. Asesinatos que se asocian con el final de las restricciones dentro del paradigma de estos casos que se amparan en la superioridad del agresor sobre su pareja. También hay otras consecuencias que están aflorando fruto del confinamiento y del resto de medidas restrictivas sufridas. La salud mental se ha deteriorado de tal forma que se han multiplicado los casos, de forma tremendamente llamativa, en los centros hospitalarios, hasta tal extremo que los responsables sanitarios han incrementado el personal médico de estas unidades para hacer frente a este aluvión de enfermos. Si entre todas las situaciones parece que la depresión entre los jóvenes es una de las más preocupantes por los damnificados y por los resultados que pueda provocar, no es menos grave la incidencia en la anorexia, que, además, ha rebajado la edad hasta llegar casi, casi, a edades más infantiles que juveniles. Y, por desgracia, la casuística no parece que se haya detenido y hayan aflorado ya todas las secuelas de esta maldita pandemia.
