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Teresa Ribera. El Periódico

La socialista Teresa Ribera, ministra de transición ecológica, y el omnipresente Emiliano García-Page, presidente de Castilla-La Mancha, vuelven, sin permiso alguno, a invadir los hogares y los pensamientos de los agricultores de la Vega Baja. Los recortes en el máximo del agua a trasvasar del Tajo, junto al anuncio de elevar los caudales ecológicos de los ríos, han conseguido que próximamente y a través del río Segura, Alicante y Murcia reciban la mitad del agua que recibían estos años atrás. Curiosamente, en España hay treinta y nueve trasvases entre cuencas hídricas y dos en proyecto. Pues bien, ninguno, repito, ninguno es ni será tan conocido para mal como el del Tajo-Segura.

El trasvase Tajo-Segura se inauguró en 1979. Ana Perea, esposa del presidente de la Confederación Hidrográfica, amadrinó el acueducto lanzando una botella de champán contra el hormigón del Talave. No sabemos si la botella se rompió o no, el caso es que como el Titanic, parece gafado. El trasvase, 40 años después sigue arrastrando una maldición, encierra un conflicto enquistado que sin resolver hace posible que el acueducto sea el protagonista y el origen de las llamadas “guerras del agua”. Ya puestos, podrían haberse buscado otra expresión para señalar las diferencias hídricas entre comunidades. Usar la palabra “guerra” no aporta precisamente la generosidad, la empatía y la solidaridad que este conflicto tanto necesita para que de una vez por todas deje de serlo. El primer envió de agua desde el río Tajo a la cuenca del Segura fue el 31 de marzo del mismo año de su inauguración.

En 1979 mi padre, hijo, nieto, bisnieto… de agricultores llevaba más de cuarenta años trabajando cada palmo de aquellas tierras de regadío que heredó de sus padres, enclavadas en pleno corazón de la Vega Baja. Antes del trasvase, los regantes del sur alicantino sabían que, desde Orihuela, donde el agua se une con la huerta y a través de acequias, arrobas, brazales, regueras e hilas, puntualmente cada 24 días el preciado líquido llegaba hasta los bancales donde las hortalizas y cítricos la esperaban ya sedientas. Son las conocidas como tandas. Establecidas desde principio del siglo XVIII y vigiladas por los síndicos, las tandas siguen siendo la forma de asegurar un reparto equitativo de las aguas procedentes del río. Para mi padre y sus vecinos, saber que cada mes tenían agua de riego les daba tranquilidad y podían planificar sus dos y hasta tres cosechas anuales que sus fértiles tierras, con la suficiente agua, eran capaces de producir. Todos los que cultivaban la tierra sabían lo que podían esperar del río. Las cantidades de lluvias, dónde cayesen, la forma de precipitación y la limpieza de los distintos canales de riego les daba una idea bastante aproximada de la cantidad y la calidad del agua de cada tanda.

Pero desde aquel 31 de marzo de finales de los setenta, cuando llegaron las primeras aguas procedentes del Tajo hasta el Azud de Ojos, en Murcia, todo cambió. Lo que en un principio se concibió como un alivio a los problemas hídricos de la Vega Baja por la falta de lluvias, pronto se convirtió en una pesadilla. Pesadillas y malentendidos que dieron lugar a una serie de conflictos y que desembocaron en las primeras “guerras del agua”. Problemas, conflictos que hoy siguen sin resolverse y que siguen llenando los programas electorales de cualquier partido político. Muchos agricultores sabían que parte del agua trasvasada se utilizaría para transformar terrenos de secano en regadíos. Y si no lo sabían, pronto se enteraron cuando tuvieron que competir en precio con las cosechas a gran escala que se estaban llevando a cabo en grandes extensiones, antes “secarrales”, que proliferaban en los campos de Cartagena y de Almería. Por cierto, fue la época dorada de los intermediarios.

Con el paso del tiempo, poco a poco, el bajo Segura, “el grifo de su vega”, se estaba quedando seco. Llegaron tandas sin una gota de agua, se tuvieron que improvisar “los riegos de alivio” con aguas casi putrefactas y con altos contenidos en sales, se perdieron muchas cosechas. Llegaaron los tiempos donde el mismo agricultor tenía que pagar para que le recogieran sus limones y naranjas, escasos y pequeños por la falta de agua. Era la única manera de que la siguiente cosecha, con suerte y agua, fuese mejor. Esos mismos cítricos luego los encontraba en los mercados a precios insultantes e indignantes. Así, un año tras otro los agricultores del bajo Segura, ya conscientes de que se vendía buena parte del agua que les correspondía por derecho, perdieron su fe en las tandas. Eran imprevisibles, llenas de incertidumbre y a veces, muchas veces, ni llegaban. Muchos abandonaron sus tierras, o las mal cultivaban. Tuvieron que buscar otro tipo de trabajo, como los que ofrecía en esos tiempos Elche y su floreciente industria zapatera. Los que se quedaron, ya sin relevo generacional, y sin saber qué podían esperar de su río Segura, se vieron obligados a volver la cabeza hacia el cielo. Se encargaron y esclavizaron a las bondades y maldades de la climatología para sacar adelante sus cosechas. Tenía que llover, pero si era en exceso, malo, y cuidado con las inundaciones provocadas por el río ya poco habituado a llevar agua. Si no llovía peor. Si granizaba, un desastre, y si helaba por las noches, una ruina.

A quién le puede extrañar ahora que los abuelos, “los viejos agricultores” que siguen al frente de sus tierras, se sientan orgullosos de que sus hijas, hijos y nietos hayan encontrado acomodos laborales muy alejados de la agricultura. Los pocos agricultores que siguen con sus labores agrícolas están hartos y desilusionados. A ellos que no les vengan con “milongas” y mentiras cada vez que hay elecciones. Están cansados de que los políticos los usen en sus “particulares guerras”. Para los agricultores, si tenemos que hablar de luchas o de peleas en la que mejor se manejan, de la que se sienten más orgullosos, es de la que entablan año tras año con sus queridas tierras de labor para poder extraer lo mejor de ellas. Y aunque el precio sea regar con sangre, sudor y lágrimas cada palmo de las fértiles tierras de la Vega Baja, es un coste que están muy habituados a pagar y lo hacen generosa y desinteresadamente.

Por cierto, parece ser que la intención última de Teresa Ribera con el aumento del caudal ecológico es diluir la contaminación que se vierte en Madrid para que los portugueses puedan disfrutar de un agua medio decente. Es decir, la mala gestión de residuos contaminantes madrileños trae como consecuencia arruinar la agricultura en el sur de Alicante y Murcia. Y ahora, venga a explicar eso mismo a mis vecinos que siguen trabajando sus tierras. Los atenderán, incluso les prepararían un buen “tentempié”. Serán huertanos, pero de buena educación y de hospitalidad están bien servidos. Pero ya les adelanto que los entresijos, las mentiras y los asuntos turbios de los políticos, sean del color que sean, a los agricultores de esta vega ya no les importan. Tantos y tantos desengaños y promesas incumplidas han hecho que su credibilidad en la política y en los políticos sea nula. No les van a creer, aunque se lo digan cantando y bailando. Pensándolo mejor, no vengan, mejor déjenlos en paz. Ellos siempre tienen mucha faena y no tienen tiempo para verborreas incoherentes y llenas de falsedades y segundas intenciones. Y ahora que amenaza lluvia, tiene que recoger la “hierba del terreno” para evitar que se moje.

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