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Matías Vallés

Los políticos no salvan vidas

Un guardia civil recibe la vacuna contra el covid.

El retroceso del virus coincide con la extinción de los entusiastas de que todo cambiaría después de la pandemia. Hay que programar rogativas para que el nuevo mundo se parezca tanto como sea posible al viejo, porque abundan los síntomas de que siempre se puede empeorar. Por ejemplo, cada gobernante con un micrófono delante blasona desde hace unos meses de «salvar vidas», como si fuera un vigilante de la playa. Esta magnífica pretensión aumenta el martirio de los ciudadanos, los mediocres prepotentes se han investido de superpoderes para decidir sobre la vida y la muerte.

Un dirigente razonable se limitaría a presumir de que no ha empeorado la existencia de sus semejantes, que los trenes llegan en hora y que la electricidad se transmite a un precio razonable. Ningún conductor que circula con prudencia embadurnaría ese comportamiento civilizado con la borrachera de que preserva a los coches a los que no embiste. Una vida solo puede ser salvada por quien evita su pérdida inmediata con su actuación en un instante determinado, ni siquiera todos los abnegados bomberos acceden a esa condición salvífica.

Los gobernantes providenciales salvan vidas al decretar furiosos toques de queda, pero también presumen de salvar vidas al suprimir las restricciones. Dada la condición binaria de la vitalidad, estas pretensiones opuestas solo demuestran que mienten en ambos casos, y aquí nos reconforta saber que nos enfrentamos a los políticos de antes de la covid. Salvar vidas, ya que estamos, consistiría en haber previsto la pandemia con una salud pública en condiciones. Precisamente, la comparación de las cifras de muertos en Europa y en Asia demostraría que los orgullosos occidentales han entregado más vidas al virus. Y, sin embargo, aquí nadie ha matado a nadie ni viceversa. Lo mejor que puede decirse de los gobernantes salvavidas es que su gestión no ha sido tan desastrosa como su actuación pretérita permitía vaticinar.

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