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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

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Fui consciente del alcance de la pandemia cuando entendí que “el día después” nunca existiría. Como herida o advertencia se queda para siempre. Aunque la olvidemos en el nivel básico de lo angustioso. Pero llega un fin de ciclo, el inicio de otras dudas. Es, incluso, digno de apreciar cómo algunos que habían hecho de la queja su manera de enfrentar la epidemia intentan conservar algún resto de enfado con que proseguir su cuarto de hora de gloria. Por no hablar de la oposición, incapaz de reconocer que salud va por delante de otras consideraciones, disgustados porque en su Comunidad las cosas van mejor que en otras.

Otro legado es la afición por la introspección colectiva: el ansia de hacer fiestas, pero al revés. No hay medio de comunicación que no perpetre análisis sobre sectores dolientes. No me refiero solo a enfermos, convalecientes o personas sujetas a algún duelo. Solitarios, parados de larga duración, ancianos o inmigrantes merecen exhaustivo escrutinio. En muchos casos sus situaciones, dramáticas o no, vienen de antes de la pandemia; así que no sabemos si es que hemos descubierto la solidaridad o es que la complejidad de la vida se ha subrayado con el miedo y el confinamiento.

Muchos de estos estudios no me interesan. Me puede importar la cuestión de fondo, pero no el abordamiento que, por lo común, se hace a base de contar unos cuantos casos individuales. Tratan de poner rostro humano y nombre fingido a una pluralidad de situaciones, pero siempre me pregunto si son muestra representativa y hasta qué punto interfieren sus relatos con otros que no son tenidos en cuenta en el artículo. Y lo mismo digo de los comentarios expertos que glosan las opiniones. Ya sé que intentan evitar tratar a las personas como estadísticas. Pero yo reclamo ser tratado como parte de estadísticas, si son serias y bien traídas. Se me objetará que para eso hay libros, pero lo que me gustaría es ver los estudios en los sitios donde se genera la opinión pública. Porque de eso se trata: de qué opinión vamos a tener de nosotros mismos, de nuestros límites e intemperies. Más o menos sabemos lo que pasa: una sociedad complicada, que regresa de muchas cosas sin saber si ha llegado a la meta del viaje y sin soluciones claras para ninguno de sus problemas. Enfadada. Lacrimógena pero colorista. Sin medios de comunicación que aborden las causas de todo eso, porque es más bondadoso recrearse en la capilaridad de los efectos. E ignorante de los estragos que la bondad puede causar en el medio plazo.

De las temáticas de este tipo va ganando la que se refiere a la juventud. Con razón. Quien no tiene un joven cerca desea tenerlo. Y todos, filosóficamente, creemos que son el futuro. Ningún grupo social congrega más tópicos que los jóvenes, salvo los niños, los ídolos de nuestra época. Pero los niños, a estos efectos, son casi jóvenes. Y hasta los 60 años también se es joven. El concepto de juventud es tan elástico que no se sabe a quién abarca. Las empresas de publicidad lo saben. Los jóvenes no. Todos queremos ser jóvenes y nos sentimos concernidos por sus problemas objetivos. Que son muchos, sobre todo empleo con sueldo digno y vivienda. Lo mismo que muchos mayores. Podemos apelar a otro problema: desánimo, desconcierto que afecta al conjunto social, generando ansiedad. La cosa es cómo afrontar todo esto. O sea, cómo hacer política con esto, algo difícil si cada análisis concluye con no hay que hacer política con los jóvenes.

Siempre me he negado -desde que fui dirigente de una organización juvenil en la Transición- a que el ser joven tenga un valor político añadido. Eso sólo se le ocurrió a Mussolini. En cambio, me quedaron un par de certidumbres. La primera es que hay que acotar el concepto de joven para no convertirlos en adolescentes perpetuos. Históricamente uno dejaba de ser joven cuando trabajaba y constituía una familia. Hoy no es tan sencillo. En buena medida porque las redes de protección impiden los apremios, recomiendan calma y completan la miseria salarial. Pero o los jóvenes saben que es bueno, para ellos y para la sociedad, dejar de ser jóvenes cuanto antes o mal vamos. Eso de “ya tendrán tiempo de pasarlo mal” contribuye mucho a que lo pasen mal, confundiendo su estado transitorio con una celebración infinita. Ignoran que de mayores también se pasa bien.

Otra convicción: lo peor es tratar a la juventud con paternalismo. Una cosa es comprender sus perspectivas y problemas específicos y otra justificar cualquier ocurrencia. Eso supone no considerar a la juventud un todo homogéneo, sino un amplio segmento en el que se reproducen las contradicciones, desigualdades, necesidades y costumbres generales, a veces para confirmarlas, a veces para denostarlas. Pero aún es más importante la generación de imaginarios escolares, familiares y mediáticos que no se centren en la hiperprotección, esto es, que cortocircuiten el crecimiento autónomo de los jóvenes. O que justifiquen todas sus acciones en nombre de lo mal que lo pasan. Esta semana escuché un programa de radio en el que se preguntaba si los adolescentes son “insoportables”. ¡Pues claro que lo son!, Si no, no se harían programas así. Y ello se debe a razones naturales y sociológicas. Pues bien, todas las llamadas fueron para negar la mayor… porque había que entenderles. ¡Claro!, si no fueran “intensos(?)” no habría que comprenderles.

Todo esto no tendría importancia si no fuera porque la ausencia de autonomía y el “paternalismo pandémico” intenta mantener las mismas expectativas de antes de las crisis. Formamos jóvenes para épocas de opulencia que se fueron. La frustración está servida. Si los mismos periódicos que cuentan desventuras juveniles explicaran que el número de emprendedores fracasados es muy alto, o que es compatible ser influencer e idiota, o que los gastos en moda son superfluos, nos evitaríamos disgustos. Una cosa es comprender y otra halagar. Hubo una palabra integrada procesos educativos: compromiso, no observar el mundo como algo ajeno, porque la autonomía significa responsabilidad. Que eso sea contradictorio con parte de la reproducción del modelo económico consumista debería ser la gran preocupación. Pedir a la política que “arregle” lo de los jóvenes sin que ellos se impliquen compasivo pero inútil.

Pero, en fin, siempre puede insistirse en que lo mejor es ser deportista de éxito. Y no albañil, periodista, profesor universitario o camarero. La “cultura del esfuerzo”, ya se sabe. Y te vacunan antes. 

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