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Gerardo Muñoz

Momentos de Alicante

Gerardo Muñoz

La hermana menor de la muerte: rescate infernal

Caronte

Era mediodía del lunes 5 de julio de 1971 cuando Trinidad Blasco, de 83 años, calzado con unas alpargatas que acababa de adquirir en Benidoleig y equipado con una maroma larga, dos linternas, un arnés y un piolet, se internó de nuevo hasta el fondo de la Cueva de las Calaveras, para descender por una grieta estrecha que caía casi en vertical hasta una profundidad desconocida.

Rodeado de oscuridad y oyendo cada vez más cercano el sonido producido por una corriente de agua subterránea, descendió costosamente con ayuda de la cuerda, cuyo extremo superior había atado alrededor de una roca calcárea con la forma y la firmeza de un pilar. Cuando apenas quedaba metro y medio de cuerda, llegó por fin hasta una cavidad natural por cuyo lecho en pendiente corría un arroyo de agua fría y ruidosa.

Siguió el curso serpenteante del riachuelo alumbrándose con la linterna. A lo largo de muchos metros hubo de avanzar agachado, a veces casi en cuclillas, salvando incluso algunos desniveles afortunadamente no muy altos, por los que el agua caía formando pequeñas cascadas. Gracias a la afluencia de otros arroyos, el cauce de agua fue aumentando, cubriéndole primero los tobillos y llegándole luego a las rodillas.

Cerbero

La cavidad fue ahondándose y ensanchándose paulatinamente, hasta desembocar en otra de mayor anchura, por la que el agua corría bastante más caudalosa, produciendo sonidos que semejaban quejidos. Al mismo tiempo que los ojos azules del anciano se tornaban grises, su mente reconoció aquella corriente de agua como Cocito, el Río de los Lamentos. El agua era muy fría y le cubría hasta la cintura. Por suerte vio que en la orilla opuesta había una especie de escalón entre las rocas, por el que tal vez podría avanzar fuera del río. Para llegar hasta allí hubo de atravesar el Cocito, en cuya parte más profunda el agua le llegaba hasta el cuello y corría con una fuerza que amenazaba con arrastrarle hacia una oscuridad aún más profunda.

Anduvo durante un espacio de tiempo indefinido a la vera del Cocito, introduciéndose en él intermitentemente para seguir avanzando.

Tras penetrar en el interior de la tierra muchos metros más, el Cocito se unió en una gran cascada a un río de fuego que bajaba por otra cavidad. Era el Flegetonte. Alimentadas por gases, en su superficie ardían llamas que se apagaban al caer por la cascada.

A Trinidad le costó muchísimo descender por el lado izquierdo y seco de la cascada debido a lo empinado y encrespado del terreno. En la parte más alta al menos tuvo la ayuda del Flegetonte, cuyas llamas, antes de desaparecer, iluminaban aquel lugar tan abrupto y peligroso.

Ya al pie de la enorme cascada, las aguas de Cocito y Flegetonte engendraban otro río: el Aqueronte, que más parecía un lago debido a sus aguas tranquilas, casi estancadas, y sus márgenes fangosas.

Conforme avanzaba bordeando el Aqueronte, apreció que la cavidad natural por la que se extendía este río se agrandaba paulatinamente, alcanzando una magnitud gigantesca, con una bóveda que desaparecía en medio de una niebla cada vez más espesa y oscura según ascendía. Para Trinidad era un misterio de dónde provenía la tenue claridad que se filtraba a través de la neblina blanquecina, gracias a la cual vislumbró a otras formas humanas que caminaban separadas y con paso lento.

Todos aquellos seres confluyeron en un mismo lugar, a orillas del Aqueronte, donde había un embarcadero en el que esperaba un viejo de extrema fealdad y crueldad, de barba gris e hirsuta, vestido de harapos y tocado con un sombrero redondo. Antes de subir a la balsa, cada uno de los transeúntes debía entregar al barquero el precio de su pasaje, preferentemente en monedas de plata. Mientras esperaba su turno, Trinidad se registró los bolsillos, no encontrando nada de valor. Las pocas monedas que portaba eran de un metal insignificante y el reloj de cadena que guardaba en su chaleco, aunque chapado en plata, hacía tiempo que estaba parado y daba por hecho que carecía de valor para Caronte. Cuando este vio que le ofrecía la alianza de oro que se quitó del anular derecho, gruñó y señaló su dedo meñique, donde llevaba otro anillo matrimonial. Se quitó la alianza que fuera de su difunta esposa y también se lo dio al barquero, quien le hizo un gesto para que subiese a bordo.

Una vez se llenó la balsa, Caronte subió a ella y ordenó a los pasajeros que remaran hacia la otra orilla, no muy lejana pero invisible a causa de la neblina.

En completo silencio, los pasajeros cruzaron el Aqueronte y descendieron de la balsa tras arribar al embarcadero que había en la otra orilla. Una vez allí, mientras Caronte volvía a cruzar solo el río, Trinidad y sus acompañantes fueron caminando lentamente hasta el final del muelle, donde se levantaba un pórtico flanqueado por altos muros de mampostería, custodiado por un perro de tres cabezas, cola de ofidio y dorso con multitud de cabezas de serpiente erguidas, que vigilaba quieto y encadenado. Cerbero miró con atención a Trinidad con sus seis ojos, pero este no le devolvió la mirada, ni siquiera de reojo. Con la cabeza agachada cruzó el pórtico entre los demás seres recién llegados del mundo de los vivos.

Harpía

En el vestíbulo había varias figuras femeninas, entre las que distinguió a Limo y Penia, personificaciones del Hambre y de la Pobreza respectivamente. Una de aquellas figuras le llamó chistándole sutilmente. Era una muchacha vestida con túnica blanca y mirada benévola que se le acercó brevemente para darle un ovillo, al tiempo que le susurraba:

–Me envía Dulcinea. Ten, esto te ayudará a encontrar el camino de regreso. No bebas del Lete.

Ariadna se separó y Trinidad continuó caminando hacia el interior del érebo, donde esperaba el tribunal de tres jueces que tenía la misión de determinar la valía de aquellas almas y pronunciar las sentencias correspondientes. Antes debían beber en el manantial del Olvido. Trinidad no lo hizo y Radamantis, que se percató de ello, le preguntó por qué no había bebido de la fuente del Lete.

–Porque estoy vivo y no puedo olvidar lo que he venido a hacer aquí.

–¿Y qué has venido a hacer?

–A rescatar a mi nieta, que fue raptada sin motivo.

Fue entonces cuando se dejó sentir una voz tan grave y enérgica como un trueno, procedente de un ser presente pero invisible.

–¿Qué don puedes ofrecerme, que no posean quienes aquí son destinados, para que te permita entrar y salir?

Tardó solo un instante en responder.

–Esperanza.

Se hizo eterno para Trinidad el silencio que se prolongó hasta que Hades, dios del infierno y de los muertos, volvió a hablar.

–Puedes pasar.

Trinidad se internó en el averno con paso pausado y firme, dejando que poco a poco fuera desdevanándose el hilo de la madeja que le había dado Ariadna, cayendo al suelo. Un sentimiento nunca antes experimentado le invadió por completo; no en vano, cuando los ojos ven lo que nunca vieron, el corazón siente lo que nunca sintió.

Durante mucho tiempo deambuló por un paraje inhóspito, árido, triste, silencioso, en el que apenas si vio desde lejos a otros seres igualmente solitarios, callados, afligidos, que soportaban con tediosa resignación las penas a las que estaban eternamente condenados; como aquel que fuera el más astuto de los mortales y el menos escrupuloso, Sísifo, que veía una vez tras otra caer rodando ladera abajo la piedra que debía subir imperiosa y constantemente a lo alto de una colina; o como el orgulloso Tántalo, que padecía hambre y sed eternas pese a estar sumergido en agua hasta el cuello y tener una rama cargada de frutos pendiente sobre su cabeza, ya que el agua descendía cada vez que agachaba la cabeza para beber y la rama se levantaba bruscamente cuando trataba de cogerla con una mano.

Al no haber noche ni día, sino esa claridad tenue y perenne, le resultó imposible calcular el tiempo que estuvo caminando por aquel territorio infernal, hasta que al fin encontró el cerro horadado por numerosas cuevas donde moraban las erinias. Subió por uno de los senderos de la ladera con determinación, convencido de que hallaría a su nietecita, a quien rescataría sin duda y con ayuda de su dulce esposa, cuyo espíritu sabía que le acompañaba y guiaba.

La Fortuna le favoreció porque las tres hermanas erinias estaban ausentes. Sí que se encontró, por el contrario, con Cleotera y Mérope, que quedaron huérfanas siendo niñas y fueron raptadas por las erinias, convirtiéndolas en sus criadas. Ambas cuidaban y vigilaban a Eugenita, que estaba encerrada en lo más profundo de una de las cuevas. No se enfrentaron a Trinidad, aunque trataron de persuadirle para que no se llevara a su nieta, pues la hermana menor de la Muerte se enteraría enseguida y haría que los persiguieran manadas de demonios.

–¿Dónde está la hermana menor de la Muerte? –preguntó el anciano. Pero las dos hermanas, eternamente niñas, no supieron contestarle, aunque insistieron en que se enteraba al instante de todo cuanto sucedía en ese lugar, morada de sus leales erinias.

Después de abrazarse y besarse, abuelo y nieta emprendieron la huida todo lo deprisa que pudieron. Diríase que solo habían estado separados un día, en vez de casi nueve meses. Eugenia vestía el mismo camisón que él le ayudó a ponerse la noche en que la raptaron.

Llevaban un buen rato caminando cuando oyeron un lejano chillido que les hizo volver las cabezas para mirar atrás. Vieron a una especie de ave rapaz muy grande sobrevolando la cumbre del cerro donde había estado Eugenia prisionera.

–Es Alecto –dijo la niña muy asustada, al reconocer pese a la distancia a una de las erinias.

Trinidad y Eugenia corrieron aún más deprisa y cogidos de la mano, conscientes de que Alecto no tardaría en verlos. Esta en efecto comenzó a volar cada vez más lejos de su hogar, al tiempo que llamaba a sus hermanas con horribles gritos que resonaron por la bóveda cenital. Tisífone y Megera no tardaron en acudir ante la insistente llamada de su hermana y se apresuraron a buscar también a los fugitivos, cada una siguiendo direcciones distintas.

Procurando el amparo de quiebras, pequeños barrancos y demás hendiduras del terreno, abuelo y nieta anduvieron por el camino que les indicaba el hilo que él había ido desdevanando en la ida.

Según calculaba Trinidad, no faltaba mucho para llegar al pórtico por el que se entraba al averno, cuando una de las erinias los descubrió por fin. Después de avisar a sus hermanas profiriendo agudos gritos, Alecto descendió al suelo para interponerse en el camino de los fugitivos. Plegó sus alas y azotó el aire con el látigo que empuñaba en una de sus garras. Las serpientes entremezcladas que formaban su cabellera se volvieron crispadas y amenazantes hacia abuelo y nieta, quienes se detuvieron bruscamente al encontrarse frente a tan enfurecido monstruo. Tisífone y Megera no tardaron en llegar, sobrevolando alrededor de Trinidad y Eugenia, sin dejar de increparles con sobrecogedores chillidos.

Estatua de Perséfone. Museo Arqueológico de Heraclión /

Estatua de Perséfone. Museo Arqueológico de Heraclión /

Todo parecía perdido cuando inesperadamente una joven muy hermosa, vestida con una túnica negra, se interpuso entre Alecto y los fugitivos. Ante su presencia, las erinias cesaron de gritar. Tisífone y Megera dejaron de volar para unirse a su hermana. Las tres se quedaron quietas y calladas, observando con respetuoso recelo a la recién llegada.

–¡Oh, Perséfone, ayúdanos a mi nieta y a mí, te lo ruego! Ella fue raptada sin motivo por estos demonios y he venido a rescatarla.

–Lo sé, pero muy pocos somos los que podemos volver al mundo de los vivos, aunque sea temporalmente, una vez que hasta aquí hemos venido o nos han traído –dijo Perséfone con voz suave. Después, mirando a Eugenia con ternura, le preguntó–: ¿Tienes hambre?, ¿has comido algo desde que te trajeron?

–No me han dado nada de comer.

–¿Quieres entonces esta fruta? –le ofreció Perséfone, mostrándole una granada.

La niña abrió mucho los ojos y levantó una mano para coger la fruta, pero su abuelo se lo impidió.

–No, mi diosa. No comerá nada hasta que salga de aquí.

–¿Ni siquiera un grano de esta dulce granada? –insistió Perséfone, abriendo la fruta con facilidad y dejando a la vista los rojos y maduros granos.

Eugenia rogó a su abuelo con la mirada, pero este negó moviendo la cabeza con firmeza.

–Bien, entonces podéis iros –decidió Perséfone con una sonrisa, que desapareció de sus labios cuando desvió la mirada hacia las erinias, a quienes ordenó–: Dejadles marchar.

–Pero, señora, la hermana menor de la Muerte… –empezó a replicar Alecto.

–Yo soy la compañera de Hades, la diosa de los Infiernos. Nadie puede contravenir aquí mis órdenes. Nadie.

Las erinias abatieron sus miradas y agacharon sus cabezas. Luego, levantaron el vuelo y se alejaron en silencio, rumbo a su morada.

–Solo hay una condición para que podáis abandonar mi reino: a partir de ahora y hasta que subáis a la barca de Caronte, no debéis mirar hacia atrás. Por ningún motivo podéis hacerlo. Si lo hacéis, si uno de vosotros se gira para mirar atrás, la niña no regresará al mundo de los vivos y será enviada al tártaro para toda la eternidad.

Abuelo y nieta reanudaron su camino con más tranquilidad, hasta que, vislumbrando ya en lontananza el pórtico de la entrada, oyeron los primeros graznidos proferidos por unos seres alados que les sobrevolaban amenazantes. Trinidad impidió que Eugenia levantase la cabeza para divisar aquellos demonios, por temor a que mirase instintivamente hacia atrás.

–Han vuelto, yayo. ¿Cómo es que desobedecen a Perséfone?

–Porque estas no son las erinias.

–¿Y quiénes son?

Trinidad vio cómo uno de aquellos seres se acercaba de frente con las alas extendidas y raseando sobre sus cabezas al mismo tiempo que chillaba y les amenazaba con sus afiladas garras. Tenía cuerpo de ave y cabeza de mujer.

–Son harpías.

Eran al menos tres. Les acosaron hasta que llegaron al pórtico, aunque sin tocarles. Parecía como si esperasen a que miraran hacia atrás, para echárseles encima, pero ninguno de los dos lo hizo…, hasta que, mientras cruzaban el pórtico corriendo y cogidos de la mano, Trinidad creyó ver a su esposa fallecida entre las figuras que allí había. Fue una visión fugaz, ratificada por la voz de su amada Dulcinea que le llamó por su nombre. Entonces giró la cabeza hacia atrás para mirarla.

Abuelo y nieta se detuvieron a la salida del pórtico, cerca de donde estaba Cerbero. Trinidad se percató de su gravísimo error al instante. Aquella figura femenina que tenía el aspecto de su querida esposa se transformó de pronto en un ente vaporoso, de rasgos indefinidos, tornadizos, que mutaban con gran rapidez y que cada vez adquirían una apariencia más siniestra, más perversa. Las demás figuras se alejaron de ella asustadas. Sus carcajadas resonaron como flagelos hirientes, al tiempo que dos de las harpías se abalanzaban sobre Eugenia para apresarla con sus garras y llevársela por el cielo, rumbo a la región más profunda del universo, situada debajo del propio infierno.

Al ver cómo su nietecita volvía a serle arrebatada, alejándose de él con gritos desesperados, Trinidad hizo intención de perseguir a sus raptoras cruzando de nuevo el pórtico, pero se lo impidió el perro de Hades, que selló la entrada con su cuerpo plagado de serpientes y mostrándole, amenazante, sus tres fauces.

La hermana menor de la Muerte desapareció con la rapidez con que se evapora el agua hirviendo y Trinidad cayó de rodillas, derrotado y llorando. Ariadna se aproximó en su auxilio y le acompañó hasta el embarcadero, tratando infructuosamente de consolarle. Fue ella quien le entregó a Caronte el óbolo preciso para que aceptase llevar al anciano a la orilla opuesta.

–Vuelve al mundo de los vivos. Pronto te reunirás definitivamente con tu amada esposa.

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