Discuten acaloradamente los partidarios y adversarios de Pedro Sánchez sobre el brevísimo paseo que el presidente consiguió dar el otro día en compañía del nuevo jefe del imperio, Joe Biden. Para unos es una muestra de que Sánchez habla idiomas incluso con mascarilla, a diferencia de sus predecesores en el cargo. Para los otros es simplemente un fallido y algo penoso intento de hacer ver que el primer ministro español pinta algo en la escena internacional. 

Lo que nadie parece cuestionar es el deseo de agradar al jefe que subyace en esa búsqueda desesperada de un selfi con el rey del mundo. En esto se conoce que los españoles -tanto da si conservadores o progresistas- han asumido el papel vicario y, por así decirlo, provincial de España en su relación con Norteamérica. 

Berlanga, del que ahora se celebra aniversario, describió perfectamente esa actitud en su “Bienvenido, Mr. Marshall”. Sorprende todavía hoy, más de sesenta años después del rodaje de aquella película, que los toscos censores del franquismo no pillaran la idea.

En realidad, da igual quién sea el presidente del Gobierno. Si ahora es el socialdemócrata Sánchez el que mendiga una foto por caridad al señorito, antes era el conservador Aznar quien posaba, ufano y con los pies sobre la mesa, en la reunión a la que había sido invitado por el entonces comandante en jefe, George Bush. 

El convite no era gratuito, desde luego. Bush trataba con esa rara deferencia a su procónsul de Hispania como agradecimiento al apoyo, mayormente verbal, que le prestó en la disparatada invasión de Irak. De no haber sido así, Aznar no estaría, como es lógico, en la famosa foto de las Azores junto a Bush y el británico Blair. 

“No es nada personal; solo negocios”, solían decir los mafiosos recreados por Mario Puzo en El Padrino para aclarar el carácter de sus relaciones. Con la política internacional ocurre lo mismo. Parece un poco absurdo pensar que la amistad entre las naciones dependa de lo bien que se lleven personalmente los que las dirigen. 

Cada gobernante pesa en esa balanza lo que pese su país en el orden económico, militar y/o geoestratégico. Que sea más o menos brillante o simpático es cuestión accesoria que apenas influye en la marcha de los negocios extranjeros, por más que Roosevelt y Churchill -un suponer- no admitan sin agravio la comparación con Biden y Boris Johnson. De Sánchez ya ni hablamos, que a fin de cuentas no entrena a un país de Champions. 

Si acaso, el fugaz paseíllo del presidente español con el jefe de las redes, las tecnologías y los portaaviones ha hecho que aflore, una vez más, la devoción a Mr. Marshall que se practica por aquí desde los ya lejanos tiempos del Caudillo. 

Se discute si Biden trató como es debido a Sánchez o si se limitó a concederle un selfi, como a cualquier otro fan. Nadie pone en duda, sin embargo, la relación de tipo subalterno que España mantiene con los Estados Unidos. Tan solo se trata de saber si el amo tiene en aprecio o no al administrador de su provincia ultramarina. 

Tampoco hay por qué flagelarse. España es una potencia de nivel medio que, como todas las de su rango, desempeña el papel que le toca en el concierto. Con el paseo de Sánchez nos hemos puesto algo berlanguianos, eso sí. Quizá para celebrar el centenario del maestro.