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 Javier Junceda

Secesionismos

Una imagen del juicio del procés en el Tribunal Supremo

Confederación, la soberbia obra del jurista Emilio Ablanedo sobre la frustrada secesión sudista americana, ayuda a despejar no pocas incógnitas de los procesos independentistas. Que el autor haya sido testigo privilegiado de las revueltas que se vivieron en Cataluña, como autoridad que fue del gobierno español, permite descubrir ciertas concomitancias entre ambos acontecimientos, más próximos de lo que en un principio cabría sospechar.

            Las sugerentes páginas que Ablanedo dedica al marco legal en que se fraguó esta intentona de desintegración norteamericana evocan especialmente algunos escenarios que nos son familiares aquí. Apunta, por ejemplo, que décadas después de finalizar esa cruenta Guerra Civil, distintos fallos de su Corte Suprema determinaron que la validez de los actos de un ente político que persigue separarse de otro dependían siempre del triunfo final de sus aspiraciones, porque si fracasaban, tales actos morían con él y habrían entonces de padecer sus naturales consecuencias. Es decir: no caben en estos casos las medias tintas, sino que solo cuando cristalizan los anhelos secesionistas pueden sus protagonistas olvidar los riesgos de correctivos o reacciones adversas derivadas de sus actuaciones, lo que no deja de ser una verdad de perogrullo.

            Estas consideraciones recuerdan a las chocantes apelaciones de los sediciosos catalanes a los jueces y al ordenamiento del Estado del que buscaban emanciparse para intentar alcanzar a través de ellos sus ocurrencias institucionales incompatibles con su ley. Y para evitar luego las severas repercusiones jurídicas por sus ilegales empeños. Como es obvio, semejantes planteamientos no tienen un pase, salvo que lo que se pretendiera fuera amagar y no dar, como por cierto se argumenta en la sentencia del “procés”.  

            Los confederados pudieron comprobar hace siglo y medio en propia piel que su soberanía estaba ligada inequívocamente a su victoria frente al Norte. Ni la creación de estructuras de Estado, ni las magnas proclamas o el control del territorio y la opinión pública resultaron suficientes para lograr sus propósitos. En estos asuntos, como puede advertirse, o se gana el pulso o se pierde, debiendo de asumirse las lógicas secuelas de una u otra encrucijada, pero nunca actuar como si aquí no hubiera pasado nada. 

            Alude también Ablanedo en su reciente libro a la culpable pasividad de determinados dirigentes de la Unión Americana, que consiguieron con su inactividad servir de inmejorable caldo de cultivo al imaginario social y político sudista. Buchanan, considerado el peor presidente norteamericano de la historia, legó a sus sucesores un panorama desolador, precisamente por su completa falta de decisión a la hora de enfrentar los retos divisionistas, que se sucedieron durante largos años sin que moviera un dedo para atajarlos. Moraleja: dejar que estas cosas se pudran sin intervenir en ellas, como nos enseña la experiencia estadounidense, ya sabemos adonde conduce. 

            En fin, los modelos económicos opuestos del norte y el sur, junto con el tema de la esclavitud o las profundas diferencias sociales, constituyeron igualmente concausas de esta célebre confrontación americana, lo que confirma que solo cuando se constatan esas divergencias tan intensas son esperables conflictos de esta naturaleza, pero no cuando entre personas de un mismo país no se dan más que afinidades, ni existen tampoco disparidades presupuestarias o financieras regionales dignas de mención, por más que un ciego adoctrinamiento se empeñe en lo contrario, tratando de imponer entelequias culturales o ideológicas sencillamente delirantes.

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