Catorce kilómetros de mar separan Marruecos y España, dos vecinos, dos civilizaciones en permanente roce y con una relación densa. El del sur es un país, un estado, no una simple realidad geográfica a cuyo frente hay un rey que es además cabeza de su religión; y al norte otro, diverso, pero ambos con siglos de existencia. Durante setecientos años el sur ocupó gran parte del norte. Hubo guerra, pero también dilatados periodos de tolerancia, matrimonios, vecindad e incluso alianzas contra otros invasores almorávides, almohades o benimerines. Al Ándalus es una referencia histórica y cultural para el del sur y para el islam. La Reconquista lo es para el del norte.

Tras el contrataque del norte hace quinientos años, este estableció en la costa del sur unos puntos de vigía y control (Ceuta, Melilla, Alhucemas, Chafarinas…) para evitar que volvieran a cruzar esos catorce kilómetros. Los últimos musulmanes en tierras cristianas, los moriscos, fueron expulsados en 1609 ya que en connivencia con los turcos intrigaban una nueva conquista. Estos moriscos se instalaron en el sur en ciudades como Salé. Tetuán o Fez. Los Andalusíes y moriscos forman un todo con árabes y bereberes bajo el poder del sultán, que encabeza el majzén -el estado- marroquí.

Finalizado el siglo XIX colonial, Marruecos, el único país del norte de África con entidad, salió perjudicado por Francia que le arrebató su papel histórico en el Sahara para crear un gran departamento francés en Argelia y por la creación de otro país, Mauritania, en torno a las minas de hierro. Lo compensaron a la francesa, formando a los fassi, la élite marroquí, en liceos y universidades y con un desarrollo comercial importante entorno a Casablanca. España tuvo un papel coadyuvante, pero menor, con una presencia en un trozo atlántico del Sahara frente a las Canarias y un Protectorado en el norte de Marruecos, después de cruentas luchas en el Rif que derribaron gobiernos en España.

Nuestra relación es ahora densa como corresponde a dos vecinos, que además tienen diferentes culturas, niveles de desarrollo y contenciosos. Baste citar la emigración (legal e ilegal), Ceuta y Melilla, relación con Argelia, drogas, pesca, Canarias y sus aguas, Sahara ex español, terrorismo, pero también comercio, inversiones, turismo, agricultura, infraestructuras portuarias…. Cada tema daría para un largo análisis, pero retengamos que no es una relación de blanco y negro sino de infinitos y cambiantes matices. Para solucionarlo hace falta una diplomacia atenta, en todas sus formas, y una visión de conjunto de la relación. Así se van solucionando los inevitables roces o conflictos de ambos. Cuando más desarrollado sea el sur mejor le irá al del norte a largo plazo. Marruecos, que se siente que desde hace quinientos años ha perdido mano en las últimas revueltas de la historia aprovecha cada resquicio o debilidad del norte para recuperar terreno perdido y hay que estar atentos y utilizar diplomacia y disuasión en la misma mano. Los españoles en general no conocen bien ese gran país que es Marruecos. Nuestros gobiernos y ministros pecan de “adanismo”, de volver a descubrir mediterráneos, cambiando de política en cada mandato aproximándose ya sea a Argelia o ya sea a Marruecos, pensando que tienen la mano en este juego de suma cero y que luego es difícil de sostener. Los ministros en su afán de diferenciarse piensan que su antecesor no sabía y cambian la línea de acción cada tres o cuatro años que es el mejor camino para no conseguir nada en política internacional y no ser un país creíble.

Frente a esa ignorancia general sobre Marruecos, existe información y análisis muy finos en los Ministerios de Exteriores, Defensa o Moncloa. Solo hay que leerla y valorarla para no cometer errores de bulto sobre esta relación que comienza a intensificarse en el año 711 con el conde Don Julián, Muza y Tarik. Cuando en 1982 Felipe Gonzalez llega a la Moncloa pidió información de las cartas e informes de los Embajadores franquistas en Rabat y Argel para asesorarse y conocer la compleja relación que trascendía la política diaria para ser de Estado. Este es un ejemplo por seguir.

La reciente crisis de Ceuta es una muestra nítida de “adanismo” al que me refería más arriba. El 20 de diciembre del 2020, como resultado del acuerdo de Abraham sobre la normalización con Israel del presidente americano Donald Trump, EE. UU. reconoció la soberanía marroquí del Sahara occidental a cambio de una normalización del reino alauita de su relación con Israel. Marruecos deseaba gestos de otros países en la misma línea para salir de la larga guerra, las resoluciones de la ONU que establece que debe haber un acuerdo entre todas las partes implicadas y así revertir el bloqueo de la cuestión en el comité de descolonización desde hace décadas. En ese clima, el vicepresidente primero del gobierno español hace frecuentes proclamas a favor de la República Árabe Saharaui (RASD). Y, poco después, a petición de Argelia, rival de Marruecos, el gobierno admite por razones humanitarias al enemigo número uno de Marruecos, Brahim Gali, presidente de la RASD, con nombre falso y en secreto en un hospital español, cuando otros países europeos, con menos lazos conflictivos con Marruecos se habían negado a hacerlo. Así se rebasaron ampliamente las líneas de hipersensibilidad del país magrebí en este asunto.

Marruecos se irritó, aunque creo que se equivocó al mandar oleadas de niños a Ceuta. Fracasó su “marcha verde infantil”, pero el problema sigue ahí. Las relaciones se han deteriorado. La UE solo hará declaraciones parlamentarias porque como se demostró en la crisis de Perejil en 2002 se mantendrá al margen si las cosas empeoran. Eso lo sabe muy bien JM Aznar.

¿Es tan difícil para nuestros políticos “adanistas” que cambian de política cada tres o cuatro años sobre Gibraltar o Marruecos, leerse los antecedentes del caso? Marruecos es política de Estado y no debe estar sujeto a los vaivenes de la política interna española. En los Ministerios concernidos se sabe mucho del país magrebí, no en vano es una relación densa y a veces tensa de hace mil trescientos años. Siempre hay que hablar, negociar y saber lo que irrita a nuestro vecino. Solo así habrá estabilidad y desarrollo en las dos orillas entrelazadas y separadas por solo catorce kilómetros de agua salada.