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Rafael Simón Gil

29 segundos que estremecieron al mundo

Joe Biden y Pedro Sánchez. Agencia ATLAS

Cuando en 1985 visité la extinta Unión Soviética (resucitada merced a la chistera de un mago como Putin capaz de estar al servicio de aquella dictadura comunista y presidir la actual autocracia rusa sin pestañear), y, pese a las reticencias del guía oficial, conseguimos visitar la momia de Lenin (me conmovió el toque pequeño burgués del nudo de su corbata) y el parterre bajo la muralla del Kremlin que guarda las tumbas de ilustres comunistas. En esa necrópolis del culto a la personalidad, además de galanes como Stalin o el inventor de la Cheka, Dzerzhinski, está la tumba del periodista estadounidense John Reed que, tras su paso por la Revolución mexicana plasmada en su libro “México insurgente”, se trasladó a la Revolución rusa para relatar su propia experiencia en “Diez días que estremecieron al mundo”. El libro lo llevó al cine en 1981 Warren Beatty (director y actor) con el título Rojos, figurando Diane Keaton como Louise Bryant, la escritora feminista casada con Reed. La película tuvo doce nominaciones y consiguió tres Oscar. Diane y Warren aún están entre nosotros, pero John Reed y Louise Bryant murieron en 1920 y 1936, con 32 y 50 años, respectivamente.

Ahora que no está de moda, me tengo por un lector binario, bauhausianio, tanto en vertical como en horizontal (arcano concepto éste, de orden espacial, que sostenía un catedrático de Filosofía del Derecho ya fallecido -no era Hegel- para poner a su alumnado del revés), y, sí, confieso que he leído Diez días que estremecieron al mundo y, con los mismos ojos, también vi la película. Hoy, pese a las discrepancias que puedan mantenerse, nadie con un mínimo de cínica inteligencia negará que aquéllos diez días estremecieron al mundo. El autocrático régimen de los zares rusos -casi 400 años- naufragaba envuelto en un mar de sangrienta y fratricida revolución. Desde 1917 hasta hoy, el régimen comunista nacido de aquellos diez días, además del soviético y sus países del Telón de Acero, engendró también siniestras mutaciones chinas, cubanas, albanesas, norcoreanas, vietnamitas, camboyanas y otras en Iberoamérica y África. Total: miseria, hambre, represión y más de cien millones de muertos. Todo por diez días, amigo Reed.

Han transcurrido muchos años y muchas muertes desde entonces, mes amis, pero el sentido del tiempo, aunque no sean 10 días, sigue explicando las claves para que el mundo se estremezca. Esto le sucedió el lunes pasado al presidente USA Joe Biden en la sede de la OTAN cuando nuestro presidente @sanchezcastejon lo atacó por sorpresa en los pasillos de la Alianza Atlántica, antaño conocida como OTAN, de entrada no. Fue un acto revolucionario que consiguió estremecer al mundo en 29 segundos. Un tiempo que se hizo interminable… para Biden que, estremecido por el ardor insurrecto de Sánchez y en sobrecogedor silencio, no tuvo otra opción que clavar su mascarilla en el horizonte del final del pasillo a la espera del final de la revolución que en 29 segundos se le vino encima. Si @sanchezcastejon hubiera leído -antes de escribir su tesis doctoral- Sein und Zeit (Ser y tiempo), el libro más abstruso del filósofo alemán Martin Heidegger, conocería su tautológica definición, algo esnobista, de que “el tiempo es la maduración de la temporalidad”.

Y en verdad que a nuestro prístino @sanchezcastejon aquellos interminables 29 segundos le dieron de sí el suficiente tiempo como para madurar la temporalidad, máxime teniendo en cuenta la edad de su mudo interlocutor, casi 79 años. Vean la estremecedora secuencia cronológica. En los primeros cinco segundos le habló de “reforzar los lazos en materia militar”; del segundo seis al doce le habló sobre la “situación en Latinoamérica y su “preocupación por la situación migratoria y económica en la región como consecuencia de la pandemia”; del segundo trece al veinte (monólogo y cronómetro ya apurados de tiempo) felicitó a Joe por “la agenda progresista que ha puesto en marcha” y por su vuelta “a los grandes consensos multilaterales”; ya en los metros finales del pasillo, del segundo veintiuno al veinticinco, recordándole al maduro Biden la maduración de Heidegger, le ensalzó “como líder progresista” remarcando que “los primeros pasos que ha tomado certifican esa inspiración progresista”; por fin, cuando las manecillas de Cronos marcaban el segundo 29, quedó en “continuar colaborando, trabajando y seguir en contacto”. Dejo a la traviesa inteligencia de mis dos lectoras la reflexión de que “el tiempo es la maduración de la temporalidad”.

Es curioso. Martin Heidegger era nazi antisemita. Hannah Arendt fue una filósofa y escritora de origen judío deportada a un campo de concentración de donde escapó para huir a USA. Como alumna de Heidegger, Arendt mantuvo un apasionado romance epistolar con su profesor que, con algunas interrupciones, duró hasta la muerte del filósofo. Hannah Arendt acuñó el término “banalidad del mal” al cubrir como periodista del New Yorker el proceso contra Adolf Eichmann, el criminal nazi responsable de la deportación de judíos a los campos de la muerte. Hoy sigue viva la polémica de cómo pudo ser posible tal relación entre Heidegger y Arendt. La banalidad del mal enlazada ontológicamente con la maduración de la temporalidad. Si los comunistas de 1917 necesitaron solo diez días para estremecer al mundo, hay quien en 29 segundos lo estremece, lo banaliza, lo madura y lo hace intemporal. A más ver.

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