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Joaquín Rábago

Nacionalpopulismos

Isabel Díaz Ayuso.

He leído estos días un artículo del conocido periodista irlandés Patrick Cockburn en el que advierte del peligro de entregar nuestras libertades a “populistas tóxicos y demagogos” y que me ha hecho pensar también en lo que ocurre aquí.

Cockburn daba en él dos ejemplos del nuevo nacionalpopulismo: el envío por el premier británico, Boris Johnson, de buques de la Armada a la isla de Jersey para impedir un eventual bloqueo de su puerto por parte de los pescadores franceses.

Mientras al otro lado del canal, el presidente francés, Emmanuel Macron, hacía sonar también “los tambores de la patria”, aprovechando el bicentenario de la muerte de Napoleón Bonaparte en un claro intento de ganar votos en la derecha con vistas a las próximas elecciones.

Con independencia de la sensación que puedan producirnos ambos hechos, éstos parecen dejar claro, comenta Cockburn, que “un nacionalismo revigorizado se ha convertido en el principal vehículo de las creencias políticas, sociales, culturales, económicas o étnicas” de los ciudadanos.

Las identidades comunitarias, explica el periodista y ex corresponsal en Oriente Medio, ya no están arraigadas en las clases sociales sino que “son producto de un foso creciente entre las regiones metropolitanas y las que se han quedado atrás”.

¿No nos recuerdan esas reflexiones lo sucedido en la Comunidad madrileña con el triunfo del Partido Popular de Isabel Díaz Ayuso, apoyado en un discurso simplista que trataba de marcar las ventajas tanto fiscales como de estilo de vida de la capital frente al resto de España?

Los nacionalismos populistas han explotado tales diferencias y han añadido otras, dependiendo de países y circunstancias, pero lo que ha podido verse en los diez últimos años es que ese populismo de nuevo cuño se ha convertido en “una marca que se vende mejor que ninguna otra”.

Sucede también en el Reino Unido, donde los votantes laboristas que dieron la espalda a su partido de toda la vida gracias a, o por culpa del Brexit siguen abandonándolo, como ha demostrado los últimos comicios en el viejo feudo laborista de Hartlepool, donde por primera vez ganaron los conservadores.

El voto a favor del Brexit de muchos laboristas desengañados tanto de las zonas rurales de Gales como del norte industrial del Reino Unido, fue ante todo, explica Cockburn, un voto de protesta contra su estatus socioeconómico, pero pronto “pasó a formar parte de la identidad de los votantes”.

Ese nuevo populismo, acompañado de un cierto culto a la persona- como se vio con Donald Trump en Estados Unidos y en Madrid , y en otra escala, con Díaz Ayuso- pasa siempre por promesas de menos impuestos, más privatizaciones y menos regulaciones para las empresas, además de suculentos contratos para éstas.

Todo eso mientras, en el ejercicio posterior del gobierno, se olvidan fácilmente las promesas que se hicieron para atraer el voto de la clase trabajadora: así, Trump bajó los impuestos a los ricos, pero no trajo los empleos bien remunerados que también había también prometido.

Ese nuevo nacional-populismo se sirve de una hábil retórica derechista con temas que contribuyen a cohesionar a la comunidad como puede ser las supuestas amenazas externas o internas: terrorismo, comunismo - aunque éste sea ya historia-, inmigración, multiculturalismo, separatismos.

Y consigue así hábilmente que la gente más humilde y que más tiene que perder vote muchas veces contra sus propios intereses y que, con el mantra de que no hay impuesto bueno y sin darse cuenta de ello, vote a favor de los recortes del Estado del bienestar y del crecimiento de las desigualdades que ésos comportan.

Claro que, en muchos casos, la llegada al poder de los populistas de derechas no tiene tanto que ver con sus propios méritos cuanto con la manifiesta incompetencia de los partidos rivales, incapaces de oponerles un relato que convenza a los desengañados por los partidos a los que siempre habían votado.

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