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José María Asencio

Nacionalismo, PSOE y autoritarismo

Pere Aragonès, Felipe VI y Pedro Sánchez.

El problema causado por el independentismo no puede ser solucionado por un gobierno determinado, fruto además de una conjunción de siglas poco reconducible a la coherencia en los planteamientos básicos. Ni siquiera cabe hallar aceptación del sistema constitucional en los partidos que apoyan al Ejecutivo. El problema, viejo y no efecto de hechos inmediatos, es y puede ser calificado como de Estado y precisa de soluciones de la misma naturaleza. No tiene un origen próximo, ni se puede solucionar por un gobierno sin contar con la opinión de aquellos otros que en el futuro gobernarán España.

No pactar un asunto de Estado con los partidos, al menos, de gobierno, antes y después, es repetir errores y puede conducir a conflictos agravados, a mantener permanentemente lo que es imposible de remediar con medidas ideológicas no compartidas al menos por quienes tendrán responsabilidades de gobierno en un futuro que se antoja más próximo, que remoto.

Y ese acuerdo, que existía hasta hace poco, con los matices propios de PP y PSOE, se ha roto en mil pedazos si bien, en esta ruptura, no cabe culpar a ambos de igual forma, pues ha sido el PSOE, contra sus palabras y promesas, el que ha dilapidado una posible solución que nunca debería haber aparecido en el horizonte como tan imposible, problemática y parcial.

No es precisamente el asunto de los indultos el más delicado, aunque que por su fuerza mediática sea el que ocupa los titulares y los discursos de las formaciones que ven en ellos un argumento sólido para situarse en un lado del tablero.

Sí puede serlo el referido a las medidas que pudiera adoptar el gobierno ante las posibles condenas a responder civilmente por los daños y perjuicios derivados de lo sucedido en Cataluña en 2017. Las sentencias que dicta el Tribunal de Cuentas son tan eficaces como cualquier otra y el gobierno no puede evitar su cumplimiento, al menos por las vías legales existentes. Preocupan las palabras de Ábalos por lo que pudieran esconder de remedios que no se llegan a intuir en el marco de la ley vigente. Pero, sobre todo, por calificar la Justicia de “piedra en el camino”. Por no hablar de UP, cuyas apelaciones a que los acuerdos políticos no deben ser removidos por los tribunales son la evidencia de su ideología cierta.

Porque en esa visión de la ley y el Poder Judicial como un obstáculo al poder político y no como límite necesario al mismo y como garantía de los derechos de los ciudadanos, reside el problema de esta izquierda, que puede tener consecuencias imprevisibles. Y es que, como cualquiera sabe, en un Estado de derecho todos los actos políticos están sometidos a la ley y al control judicial. No hay espacios de impunidad, ni actos no controlables en un Estado de derecho. Esa actitud es propia de sistemas autoritarios. A esta cohorte de antifranquistas imitadores del franquismo les vendría bien recordar el catálogo de actos políticos exentos de control judicial propio de aquella y de todas las dictaduras. A los que piden, pues, que lo político y los políticos resuelvan mediante el “diálogo” sin sujeción a la ley y sin recurso posible a los tribunales hay que llamarlos como merecen: autoritarios y antidemocráticos. No les llamaré fascistas, aunque se comporten del mismo modo.

Y este camino peligroso lo está recorriendo el PSOE. Y ya no solo de palabra. No se puede olvidar la crítica permanente al Tribunal Supremo tachándolo de vengativo o de Ábalos ahora. Y que esos ataques están desautorizando la imagen de nuestro Poder Judicial y la de España como país democrático fuera de nuestras fronteras.

ERC y PNV, vista la complacencia de un PSOE desnortado, piden, ya sin disimulo, ese desapoderamiento al Poder Judicial de controles sobre los actos políticos referidos al sistema constitucional territorial, a los estatutos de autonomía. Y, en esa deriva democrática el PNV ha presentado una proposición de ley para derogar el recurso previo de inconstitucionalidad frente a las reformas estatutarias, que ha sido apoyada por el PSOE. Una estrategia, unida a la privación, también en curso, de los poderes de ejecución de sus sentencias por el TC, que debe vincularse a las propuestas del PSOE de recuperar en los estatutos que se reformen aquellos aspectos que el TC declaró inconstitucionales. Dice Zapatero que se trata de interpretar lo anulado para hacerlo lícito. Pura palabrería, pues el objetivo es, simplemente, menoscabar al Poder Judicial, entregar el Estado a la política, a los partidos y, si no se puede evitar que el TS y el TC anulen lo nulo, que lo hagan años después de vigencia de lo aprobado con conciencia de inconstitucionalidad y asumiendo el Poder Judicial el coste de aplicar la ley.

La concordia, tal y como la entiende este gobierno no es compatible con la Constitución y los pilares básicos del Estado de derecho.

No se trata, por supuesto, de que no sea negociable una reforma del sistema territorial. Ni siquiera es tabú hablar de federalismo –y lo dice quien no cree en el sistema autonómico-. Hay estados federales que funcionan como Estados. Lo esencial es el contenido, la solidaridad entre los ciudadanos, no entre territorios, la cohesión, la idea de Estado. Y, sobre todo, preservar el sistema democrático.

Y todo eso está en riesgo, pues los aliados del PSOE no creen en el Estado, ni en el sistema constitucional. Y Sánchez negocia con ellos y desprecia a quienes sí asumen la Constitución y la democracia liberal como modelo.

Cuánta falta hacen aquellos políticos del consenso y la concordia. Los que creían en ella. Qué necesarios serían ahora.

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