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Luis Prats

Desde el Postiguet

Luis Prats

Curas y perdón de los pecados

Fachada del edificio del Tribunal Supremo

No me gusta el anticlericalismo, empezando porque casi todo movimiento que utiliza un patronímico precedido del afijo anti suele tener como objetivo imponer sus tesis por medio de la violencia, para más tarde tratar su ideología de obligado cumplimiento. La razón, los argumentos racionales deben ser siempre la base del convencimiento al descreído, objeto de nuevas adscripciones que debe desarrollar la acción del proselitismo. Me eduqué en los jesuitas, y les puedo asegurar que Blasco Ibáñez, al que leí con fruición cuando era joven, estaba muy lejos de la realidad cuando plasmó en La Araña Negra su odio visceral por la Compañía y el clero en general. Individuos y grupúsculos que han pervertido los fines de las organizaciones a las que ha pertenecido existieron, existen y existirán siempre. Los actos de unos, aunque sean muchos, no deben condenar a la organización sea esta de carácter religioso, político o de cualquier otro fin.

En estos atribulados días de pandemia y alianzas políticas tan incomprensibles como espurias, han saltado a la arena los obispos, prelados pastorales que están obligados a conducir a su grey por medio de sus declaraciones, homilías y cartas pastorales, para adherirse a la tesis del diálogo en el conflicto abierto por el poder ejecutivo con su “medida de gracia” para los presos condenados por el Tribunal Supremo, el judicial, por sedición tras intentar dar un golpe de estado hace casi cuatro años. Con ello han dado su bendición colectiva, tras haberlo hecho con anterioridad los obispos catalanes en reunión un tanto atípica de un órgano denominado Conferencia Episcopal Tarraconense, basándose en la loa del diálogo, concepto demasiado manido y utilizado para intentar dejar en evidencia a los que se oponen a cualquier medida política en su justo derecho a la discrepancia. Paso atrevido y de consecuencias imprevisibles para los católicos en general, pues da la impresión de que la mayoría de los fieles de la religión más extendida en España no comulgan con la posición adoptada por los mandatarios eclesiásticos. Una rueda de molino que se les atraganta a todos aquellos que no compartan su fe con la ideología política separatista, con los acérrimos seguidores de las consignas de los presos recién excarcelados, de los políticos indultados.

Muchos echamos en falta una posición tan clara y nítida de los prelados cuando el plomo atravesaba nucas y bajos de coches acabando con numerosas vidas de compatriotas y miles de víctimas que quedaron al desnudo tras las viles y abyectas acciones terroristas de los etarras, hoy disfrazados en su brazo político, apoyo del ejecutivo. Nunca vimos un reproche de la curia española a ese pérfido obispo Setién que despreciaba día a día a las víctimas y protegía a los asesinos, ni a los centenares de curas que obraban de igual manera en numerosas localidades vascas. Ni una llamada de atención, ni una severa advertencia, ni mucho menos una condena de ninguna de sus pastorales politizadas a favor de los etarras y tesis independentistas, ni una mínima amonestación por su negativa a celebrar funerales por los asesinados. No, la Conferencia Episcopal dejaba hacer, como es costumbre en las más altas instancias de la Iglesia Católica que suele estar con los que profesan su fe en cada territorio, aún cuando el enfrentamiento irracional se dé entre los fieles de ellos. Y en el País Vasco, es mucha la grey, comenzando por los peneuvistas. Las víctimas se vieron solas, desamparadas, expulsadas de la empatía, de la caridad de los representantes eclesiásticos.

Ahora vuelven pero al revés, hablan. Ellos que imponen el arrepentimiento y la contrición para el perdón de los pecados, se ponen de lado de quienes siguen expresando a voz en cuello el deseo irreprimible a volver a delinquir. Todo enmascarado con el diálogo, en sí imprescindible en cualquier praxis política ya que es el medio por el que se busca la avenencia entre partes que parten de distintas posiciones, pero que en el caso que nos ocupa todos los protagonistas de esa alegal “mesa de diálogo” saben perfectamente que se trata de un “diálogo para besugos”, conversación en la que importa poco lo que se diga por el adversario. Buscando tiempo para seguir en el poder, unos y otros se sientan tras cortinas de mascarillas fuera y aficionados de vuelta a las gradas, intentando difuminar unos indultos que si no son ilegales desde luego no se corresponden con el espíritu de la decimonónica medida de gracia ni de sus exigencias para concederlos. Un estado no se puede reunir con una parte de sí mismo para cambiar las reglas que todos nos dimos en la Constitución.

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