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El maltrato infantil reduce el cerebro de los niños

Miedo. Esa es la palabra. Los gritos ahogados atraviesan las puertas del armario, que desde hace un par de noches, son para mi más hogar que mi propia casa.

Sola. Así me siento. Así debe de sentirse mamá entre las manos de ese que dice ser mi padre, pero que tal y como yo sé, tal y como tú sabes, no se merece que le llamen así. Ni padre, ni hombre, ni persona.

El ruido me ahoga y decido salir. Acerco las manos a la pared para sentirme segura, pero todo esto se me mete por dentro y me remueve. Me remueve tanto que me cambia los órganos de sitio. Supongo que ahora tengo el corazón en la cabeza, por eso me late.

A veces me gustaría que todo esto sucediera fuera, que alguien más lo viera. Estoy segura de que unos ojos que miran la violencia sin estar acostumbrados a ella harían sonar las alarmas y alguien haría algo. Pero todo se queda dentro, y dentro mamá y yo no somos nadie.

Los pasos se acercan, cierro los ojos y me arrepiento. Me tira del brazo y me aprieta demasiado fuerte. Yo ya ni siquiera lo siento, pero mamá está llorando. Él me gira la cabeza bruscamente. Me aprieta la mandíbula con rabia y me obliga a sostenerle la mirada a mi madre porque sabe que me duele.

"Etéreo". Deshago la palabra en mi cabeza porque solía ser su favorita. Tiene sus ojos clavados en los míos y me obligo a no cerrarlos, a buscar en ella algún gesto, algún matiz que me recuerde lo felices que solíamos ser. Pero no lo encuentro, sé que no lo voy a encontrar y no puedo evitar preguntarme qué día, en qué momento y de qué forma se nos rompió la sonrisa. Él nunca dejó de decir "te quiero", ni de pedir perdón. Antes del puño vino la amenaza, antes de la amenaza el insulto, antes del insulto el grito, la prohibición, el "tú no puedes", el "tú no sabes"... Pero mamá sabía, mamá podía, solía tomar las riendas, decisiones, mamá era suya, libre y feliz.

Todavía no me ha soltado el brazo y la indiferencia de los últimos días se transforma en una ola de rabia al darme cuenta de que el daño está mucho más adentro. Así que ni siquiera lo pienso, me retuerzo hasta quitármelo del brazo muy forzosamente y decido correr. Decido salir, coger el teléfono y acabar de una vez con esta guerra que nosotras nunca, nunca merecimos.

La escena resulta revolucionaria. Todo solía ser suyo, pero a mí ya no me tiene. Intenta recurrir de nuevo a la fuerza, pero los golpes en la puerta dan paso a cuatro agentes que le empujan contra la pared al ver sus manos envueltas alrededor de mi garganta. Dos mujeres uniformadas se me acercan, pero estoy cansada y no necesito que digan nada. Sé de sobra lo rota que estoy y lo difícil que va a ser todo sobre las ruinas de mi familia a medias.

Me quedo mirándolo. Está forzando la mandíbula y sus venas exaltadas me confirman que se está dando cuenta de algo que yo siempre supe, nunca fue tan valiente.

Ella. También está llorando, pero me da las gracias. Noto su sonrisa hundida contra mi mejilla y por primera vez en mucho tiempo me siento a salvo. Me aprieta fuerte contra su pecho y por fin lo veo claro. Quiero quedarme aquí, entre los brazos de quien no quiere soltarme, en el seno de un amor que no quema, de una caricia que deshace la piel y agrieta las cicatrices que han dejado de ser simples vestigios de historias que, por desgracia, todavía se repiten para convertirse por fin en las huellas de una lucha que no volverá a librarse en silencio.

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