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Juan Carlos Padilla Estrada

relatos de verano

Juan Carlos Padilla Estrada

Cuatro millas

Libros

1

Los recuerdos de mi infancia se agolpan en el desván de mi cerebro como páginas de un libro pasado de moda, esos ilustrados que disfrutábamos los chiquillos de aquellos años remotos.

El olor de las tardes de calor y polvo, el sonido de las radios inundando las siestas con telenovelas quiméricas, el sabor de aquel caldero que mi madre creaba, como un milagro de la naturaleza… Sensaciones de felicidad seguramente tamizadas por los años de ausencia y la evocación de tiempos ya imposibles.

Fue a mitad de los cincuenta. Llegó como aparecen las desgracias en una familia, castigándonos a todos, como si todos fuésemos culpables. La polio me ancló a un sillón desde el que, al menos, podía ver el mar y me concedió unos hierros que serían mis únicos amigos a lo largo de mi niñez. Yo era un chiquillo soñador, quizá para compensar que la vida me había desterrado del reino de las aventuras.

Confieso que pasé mucho tiempo declarado en rebeldía contra el mundo injusto, ése que me condenaba sin crimen cometido. Nada me confortaba. Mis padres se esforzaban en sustituir ese mundo ajeno con lo que estaba a su alcance. Pero poco pueden hacer los adultos por suplantar lo que la vida ofrece a un niño, y mis padres se frustraban ante esa colosal tarea, tan fuera de su alcance, tan injusta.

No tenía amigos, los detestaba, en realidad. No podía soportar verlos correr, saltar, reír… ser niños. Creo que fue entonces cuando mi cerebro diseñó mil y un planes para acabar con mi vida. Y creo que fue la pena que me producía imaginar a mi madre en mi sepelio lo único que me disuadió. Sus lágrimas fueron las compañeras de mis soledades, tan calladas, tan hondas, tan dolorosas, tan crueles…

Debió ser una ocurrencia de mi padre. Una tarde apareció con un libro. Recuerdo su portada: Un hombre barbudo que llevaba una escopeta y al que acompañaban un loro y un perro. El fondo era el de una isla tropical y solo dos palabras compartían aquel dibujo idílico: Robinson Crusoe.

Aquel libro durmió a mi lado mucho tiempo. Cada día lo miraba, casi lo veneraba. Y mi cerebro iba componiendo historias a partir de aquellas figuras y aquel paisaje. Sentía que si lo profanaba leyéndolo iba a perder la magia de lo desconocido, que sus argumentos decepcionarían mis expectativas.

Vinieron más libros. Y esos sí que me atreví a leerlos. Una historia de un conde que es encarcelado sin motivo. La persecución de una ballena temible por un marino que llega a obsesionarse tanto con su caza que arriesga la vida de sus hombres. Una divertida historia alrededor del mundo en ochenta días, otra odisea bajo los mares, el disparo de una bala de cañón con destino a la Luna… Mil y una aventuras que se fueron erigiendo, poco a poco, en los sustitutos de las vivencias que mi indómita alma de niño añoraba. Mis libros… mis libros… aquellos compañeros siempre fieles, siempre dispuestos… Creo que fueron mis libros los que lograron evacuar de mi cerebro la autocompasión, la diferencia, la inferioridad. Creo que viviendo vidas ajenas sufrí y gocé con la necesidad de quien anhela sensaciones, vivencias, decepciones y triunfos.

Mis libros jamás me despecharon.

Solo uno no conseguía abrir: Robinson Crusoe.

2

Desde mi sillón veía el mar. A mis pies el puerto de Santa Pola, al que cada tarde volvían los pesqueros tras un día de faena. Solían volver en fila, escoltados por bandadas de gaviotas que se disputaban los despojos de pescado y yo había aprendido a distinguirlos. Hasta sabía qué pescaba cada uno, en cuales los marineros cocinaban y en qué barcos comenzaban la preparación de conservas y de salazones.

Mi padre trabajaba en la lonja del puerto y muchos días aparecía con una cajita con algo de lo que aquellos barcos traían a tierra.

-Un día de estos vendrás conmigo a la subasta. Verás cómo te gusta verla. Y cuando te pongas mejor nos iremos a pescar en un barco. El patrón del Virgen de Loreto es muy amigo mío, y te está esperando.

Pero yo sabía que el patrón del Virgen de Loreto tendría que esperar mucho, quizá para siempre. Porque mis piernas lejos de mejorar seguían como dos cuerdas de aquellas con que amarraban a las chalupas y mis pulmones apenas me permitían poco más que moverme en el sillón. Yo sonreía a mi padre, porque lo último que podía soportar era su sufrimiento por mi culpa.

La culpa. Me invadió poco tiempo después de comenzar con la enfermedad. Creo que fue cuando sentí que la vida de mis padres había cambiado completamente por mí. Cuando les oía llorar en la quietud de la noche, creyendo que sus sollozos no atravesaban la puerta de su alcoba. Cuando sorprendía a mi madre con los ojos húmedos o cuando me di cuenta de que se hacían viejos, viejos por mí.

El día en que cumplí once años mi padre me regaló un catalejo. Era de latón y se podía extender hasta hacerlo largo, muy largo para los brazos de un niño. Llevaba grabados en su cuerpo una rosa de los vientos y una sirena que me pareció bellísima. Era precioso, mi catalejo. Y fue entonces cuando la descubrí en todo su esplendor. Porque lo cierto es que había estado allí todo el tiempo, pero era como si hubiese sido invisible a mis ojos. Cuando la enfoqué por vez primera con mi catalejo mi corazón latió con fuerza, como si quisiera salir de mi pecho. Quizá fueran las historias imposibles que había creado para suplantar las páginas de Robinson Crusoe, quizá mi ansia de aventuras, o mi imaginación inmovilizada, pero lo cierto es que cuando vi la isla de Tabarca en mi ocular, cuatro millas allá, mi vida cambió.

Creo que pasé días, quizá semanas, embelesado en aquel paisaje yermo, en aquellas costas rocosas en las que las olas dibujaban ribetes blancos, en aquellas casas bajitas entre las que se insinuaban buganvillas multicolores, en aquel faro que me guiñaba su ojo con matemática precisión.

Tabarca… el ámbito en el que comencé a soñar, por vez primera en muchos meses. Y en el que comencé a correr, a jugar, a vivir... aunque solo fuese en mi imaginación.

No pasaron muchos días. Mi madre se sorprendió, porque era lo primero que le pedía desde que había caído enfermo:

-Un cuaderno de dibujo y unos lápices de colores.

No tardaron en llegar. Doce lapiceros Alpino y un bloc de papel de barba. Yo tenía una plumilla y un tintero, de manera que solo hacía falta la voluntad. Pero a esta se le añadió la ilusión. Quizá impropia, o inmotivada. Quizá fútil. Pero mía, inesperada y gozosa.

A mi lado el libro de Robinson aún descansaba, parecía que su esencia se me transfería como si fuese una nube de vapor, blanca, cálida y tenue.

Y así comencé mi primer dibujo. Tabarca envuelta en una bruma densa y dulce. Y bajo aquella imagen fueron surgiendo palabras que mis dedos fueron componiendo, en una historia que comenzó con un niño perdido y fue evolucionando con la misma pujanza con la que yo leía y leía cuanto caía en mis manos. Mi cerebro reaccionaba entonces devolviéndome en fantasía su cuota de estímulos. Y yo soñaba y escribía. Imaginaba y dibujaba. Y observaba aquella islita, la cuna de mis utopías.

3

Creo que fue entonces cuando decidí ser escritor.

-Escritor mediterráneo, papá.

-¿Mediterráneo?

-Sí. Yo quiero escribir de islas y adelfas, del sabor a azahar y a olivas, del olor del mar y los barcos del puerto. Quiero pintar casas encaladas salpicadas por naranjos y jazmines, quiero plasmar el olor de los galanes al atardecer, la sombra de las parras, la alegría plateada de las sardinas, la brisa de romero, el tacto de la brea y las redes en la playa… Quiero hacer sentir el azul de mi mar.

Mi padre me miró con cariño y, ahora lo percibo, con orgullo.

-Vuela, hijo. Utiliza las alas de tu imaginación.

Ahora me doy cuenta de que un escritor no olvida nunca cuando fue la primera vez que contó una historia. Cuando se percató de que ofender un papel en blanco le proporciona más placer que una tarde perdida en un billar. Que enmarañar la realidad con sueños improbables no es más que dejar vagar una fantasía adiestrada en imposibles y que la mirada agradecida de un lector compensa noches en blanco, angustias cortoplacistas y valles de mutismo desesperante.

Es entonces cuando una garra te atrapa constriñendo tu alma y solo aspiras a reconocerte en un folio escrito, en el espejo de un lector, en las andanzas de tus hijos literarios, que has aprendido a extraviar como marionetas de un destino impuesto.

Quizá es entonces cuando ya no tiene remedio, cuando el veneno se ha inoculado en tus arterias, cuando se ha infiltrado como un cáncer, invadiendo el centro de tu voluntad, apoderándose de tu espíritu, convirtiéndote en esclavo de tu imaginación.

4

Jamás hasta hoy he pisado la isla de Tabarca. Pero puedo presumir que soy el humano que mejor la conoce. Conozco los recovecos de sus calles angostas, los centenares de arbustos que tapizan sus rocas calcáreas, las buganvillas que crecen contra sus tapias blanqueadas en cal. Percibo el olor a salitre de la brisa que se levanta al ocultarse el sol y que la barre como un huracán vivificante. Saboreo como nadie el sol que emerge por su punta cada mañana, lavado por ese mediterráneo que la alimenta con generosidad. Hasta percibo el suave roce de sus arenas de oro en mis inservibles pies, mientras me adentro en la playa que me lleva hacia la almadraba en la que retozan mis amigos, esos protagonistas de tantas historias.

Creo que pocas cosas me quedan por hacer en mi vida. Una será por mucho tiempo, visitar mi isla. La otra lo será por siempre: Leer el libro de Robinson Crusoe.

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