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Carlos Gómez Gil

Saber elegir bien

Varias personas caminan en Times Square.

Todavía recuerdo cuando de niños nos acercábamos con miedo a algunos perros grandes y de aspecto fiero, con un temor casi reverencial hacia unos animales que sabíamos emparentados con los lobos, protagonistas de numerosos cuentos y leyendas que desde pequeños nos contaban. Siempre había alguien, con aires de listillo, que nos decía que disimuláramos el miedo porque, afirmaba con la contundencia de un sabio, los perros podían olerlo y nos atacaban con más facilidad al sabernos más vulnerables, convirtiéndonos en sus presas favoritas.

Aquella historia siempre me maravilló porque hacía de estos canes unos seres casi sobrenaturales, capaces de distinguir a las personas por emociones y sentimientos invisibles para el resto de los mortales. Es verdad que, con el tiempo, se comprende mejor que la elevada inteligencia de los perros y los sentidos tan desarrollados que tienen, les lleva a percibir rasgos en los que con frecuencia no nos fijamos, tanto corporales, como en nuestros gestos y hasta en nuestra sudoración, pudiéndolos interpretar como una amenaza. Pero a mi me sigue fascinando la idea de que los perros puedan seleccionar a los más miedicas, de la misma manera que se dirigen con alegría a quienes saben que les darán una caricia o una chuchería.

Sin embargo, las personas somos muy torpes y solemos tener muy mal olfato hacia nuestros semejantes. Da igual los años que tengamos, la vida recorrida, nuestra educación y formación, o incluso la de veces que nos hayamos estrellado como un “fórmula uno” contra los muros de contención de los circuitos por los que corre nuestra vida, que seremos incapaces de diferenciar a unas personas de otras en dos aspectos fundamentales, como son las que te dan de las que te quitan, las que te aportan de aquellas otras que, por el contrario, te arrebatan hasta las ganas de vivir.

Y es que, más allá de los sesudos estudios sobre el comportamiento humano realizados por sociólogos, psicólogos, antropólogos o psiquiatras, imprescindibles para disponer de categorías científicas de comprensión, con el tiempo nos damos cuenta de que las personas con las que nos vamos encontrando en nuestra vida y que nos rodean se pueden dividir en dos grandes categorías: las que te llenan y las que te vacían. Muy simple, sin duda, pero a la vez muy eficaz para entender mejor el comportamiento de un buen número de personas con las que nos vamos cruzando en nuestro camino.

Si nos paramos a pensar, nos damos cuenta de que hay un tipo de personas con las que compartimos nuestro tiempo, aspectos de nuestra vida que no tienen que ser de una larga duración y que cuando se van nos dejan llenos, pletóricos, como si nos hubieran cargado las pilas, repletos de energía y de buen humor. Son personas que te aportan, que te escuchan, de las que recibes risas, comprensión, con las que puedes compartir un buen rato o incluso tus lágrimas. Con ellas notas que abren su vida, su corazón o sus sentimientos con empatía, sin dobleces, que te hacen pensar o que te regalan ideas y reflexiones sobre las que vas levantando tu vida, como ladrillos de una casa. Y a veces, una palabra amable, una sencilla sonrisa o un buen rato es suficiente para olvidar nuestras penas, para arrinconar nuestros problemas envueltos en ese papel de regalo que nos da su compañía.

Por el contrario, también hay otras personas que cuando se van, cuando dejas de estar con ellas, tienes la sensación de que te han agotado, de que nos han vaciado, con un malestar que atraviesa nuestro cuerpo de punta a punta. Son personas que solo encuentran problemas, que te quitan las ganas, que te roban las energías, que nos utilizan para volcar sus malos sentimientos contra el mundo, contra la vida o contra ellos mismos. Son especialistas en ver pegas a todo, en encontrar inconvenientes, profesionales en poner problemas a las personas, expertos en sembrar el desánimo. Como imanes humanos, atraen el malestar y repelen la alegría a base de estar siempre enfadados, siempre en guerra contra todo y contra todos. Y cuando lo piensas, nunca te han dado una alegría, jamás te han regalado una sonrisa o una palabra de ánimo cuando más la necesitabas. Pero ahí están, siempre dispuestos a contagiar su venenosa actitud, quieras o no quieras, porque parece que viven para ello.

En nuestras vidas, cada uno de nosotros somos responsables de rodearnos de unas personas o de otras, de elegir a quienes nos aportan y con las que crecemos o a quienes nos vacían y nos quitan hasta nuestra alegría. El problema es que la sociedad, la política y por supuesto esas redes sociales tan peligrosas se están llenando cada vez más de estos especialistas en destruir todo lo que se les pone por delante, de profesionales de la demolición y del desánimo. Son personas que te trasladan malestar en cuanto abren la boca, a los que no puedes replicar o argumentar porque sabes que su respuesta será mucho peor, mucho más destructiva y, si les dejas, incluso atacarán tu vida, tu familia o tu forma de ser.

Por eso es tan importante hacer como los perros, oler a todos estos profesionales de la destrucción controlada y saber elegir bien.

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