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Rafael Simón Gil

Un mundo en el que ya no me reconozco

Jóvenes en una manifestación contra el cambio climático.

Quizá se deba al cambio climático vital al que nos están sometiendo nuestras autoridades desde que el Covid chino se adueñó del mundo por sorpresa, pese a que muchos dirigentes sabían lo que se nos venía encima y prefirieron mentirnos acerca de la pandemia (véase la sumisa reacción de la OMS súbdita de los intereses chinos, o la del sabio Simón -yo no, el otro- arengando a la patria, ahora matria, porque en España apenas íbamos a tener uno o dos casos. A Simón, el otro, se le olvidó añadir seis ceros a la cifra); o quizá se deba al cambio climático existencial que todos los veranos padecemos frente al panorama de camisetas de tirantes, bañadores sudados, pegajosa arena en las chanclas y motos rugiendo a miles de decibelios a cualquier hora recordándote que, fuera del ascetismo monacal, solo queda la estética más despiadada, la chabacana iconografía de una sociedad sumida en la vulgaridad multicultural; o quizás, en fin, se deba al cambio climático que en verano trae calor y en invierno frío. Pero sea como fuere, acabas anhelando una parada de autobús en la que figure: “Última estación: todavía está a tiempo de apearse”.

Hace unos días leía una entrevista del director de orquesta Ricardo Muti, en ABC, en la que el maestro napolitano decía estar cansado de la vida porque este es un mundo en el que ya no se reconoce. Muti afirmaba, con tono de resignación no exento de sabia indisciplina, que “como no puedo esperar que el mundo se adapte a mí, prefiero apartarme del camino”. Tiene razón el conductor de la sinfónica de Chicago al reivindicar que no piensa someterse a los dictados de un mundo en el que ya no se reconoce. Me too. Confieso, desde mi diletante libertad de cátedra y como aficionado a la música, que el maestro Muti, pese a su gran valía como conductor (el término inglés se me antoja más preciso que el de director), no figuraba entre mis reverenciadas batutas de orquesta, no tanto en la escena operística (saboreo su magisterio escuchando La Traviata de Verdi con Renata Scotto y Alfredo Kraus), como en el terreno concertante. Admito mi devoción por Toscanini, Furtwängler, Klemperer, Kleiber, Celibidache, Solti, Bernstein, Abbado o Rattle. Pero Muti ha envejecido con una sabiduría y comedimiento gesticular que acrecienta su ya legendaria figura hasta casi alcanzar el olimpo de los dioses. Y ahora más.

Ese placer crepuscular -dionisíaco, en la mejor acepción acuñada por Nietzsche en “El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música”-, junto a otras verdades que creíamos inmortales (La Divina Comedia de Dante, El paso de la laguna Estigia de Patinir, Ulysses de Joyce, la basílica Santa María Novella de Florencia, Inocencio X de Velázquez, la tumba de Hegel en Berlín, Hyperion de Hölderlin, El Anillo del Nibelungo de Wagner dirigido en 1956 por Knappertsbusch, Cantos de Ezra Pound o la escena final de Centauros del desierto de Ford, entre miles de otros referentes de nuestra cultura), esas certezas, digo, nos han permitido sobrevivir a un mundo vulgar, obsceno, adocenado, ignorante, gregario, apático y autocráticamente dirigido. Un mundo menos ancho y más ajeno (Ciro Alegría) donde cuesta reconocerse todas las mañanas ante el espejo de la dignidad ética, del legado milenario de nuestra cultura hoy denostada por élites millonarias que, aprovechando la oscura complicidad de una supuesta visión de izquierdas (y la complicidad expresa de cínicas dictaduras como China y países de corte islámico radical) pretende que sintamos vergüenza de nuestro pasado, de nuestras creaciones y logros; de nuestra pintura, nuestra música, nuestros filósofos, nuestra literatura, nuestro cine y nuestras raíces cristianas. Unas élites déspotas interesadas en inocularnos un nuevo y venéreo pecado original.

En Europa, Estados Unidos y, especialmente, en España, nos vemos sometidos a una dictadura implacable, despiadada, opresora y omnipresente donde el discurso unívoco, la obligación de militar con los nuevos valores correctos, la uniformidad de pensamiento, la corrección política, el lenguaje inclusivo impuesto a base de zafiedades (matria, nosotres, miembras, la España multinivel…), la estética del mesianismo ideológico o la condena mediática a la carta, han encorsetado en autocensuras de acero tanto las ideas libres como a las personas. Al dictado progre-revisionista se retiran pinturas de museos por políticamente incorrectas, vetan la lectura de Caperucita Roja por sexista, tachan a Cervantes de machista, prohíben actuaciones de Plácido Domingo, retiran de salas de cine Lo que el viento se llevó, Woody Allen arde en la hoguera de la nueva inquisición sin haber sido condenado, se fomentan cabalgatas de Reinas Magas… El actor y ensayista londinense Stephen Fry, que se declaró homosexual y judío, izquierdista de la antigua escuela, lo advirtió contundente: “Esto tiene que parar. Este resentimiento, rabia, hostilidad e intolerancia, esta certidumbre absoluta de o con nosotros o contra nosotros tiene que parar. Estamos ante una dinámica tóxica, binaria... Una locura que si no la paramos nos va a destruir”. Hasta Ana Belén llegó a reconocer que Rafael Azcona, guionista de Berlanga, “no podría hacer cine hoy en día… Hace tiempo que la corrección política se nos ha ido de las manos…”.

En marzo, la escritora Carmen Domingo publicaba en El País (no El Alcázar) el artículo “La censura de lo políticamente correcto”, y, entre otras advertencias, decía: “Activistas, modernos, periodistas, influencers o políticos -todos en el ámbito de esa izquierda- son capaces de hacer ruido en los medios para defender lo que es “sí o sí” correcto. Ellos, y nadie más, son los encargados de decirnos qué se puede o no decir en aras de esa corrección: ¿negro? no, “persona racializada”; ¿mujer? no, “persona menstruante” … ¡Si hasta han intentado prohibir los conguitos por racistas!”. Pero miren por donde, todos los que ahora hablan de diálogo, perdón y no venganza, como el Gobierno vasco, castigará con hasta 10.000 euros enaltecer el franquismo. Mientras, en las propias narices de ese Gobierno del diálogo, se celebran multitud de fiestas en las calles vascongadas homenajeando a terroristas de ETA (a 30 de diciembre de 2020 esos actos de homenaje a etarras habían subido un 57%). ¿Se reconoce alguno de ustedes dos en ese mundo? Si suben al autobús recuerden: “Última estación, todavía están a tiempo de apearse”. A más ver.

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