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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

El aumento de la publicidad online permite a Alphabet duplicar sus beneficios

El gasto mundial en publicidad en 2018 fue de 1’7 billones de dólares. Lo leo en “Capitalismo cansado. Tensiones (eco)políticas del desorden global”, de Luis Arenas, quien recuerda que Veblen afirmaba que la función de la publicidad es la de “fabricar clientes”. Lo decía en 1923, y creía que en ese momento podía “llevarse a cabo como una operación rutinaria, siguiendo el espíritu de las industrias mecánicas y con el mismo grado de garantía en lo que respecta a la calidad, la tasa y el volumen del resultado final”. Lo que le provocaba melancolía: el crecimiento de las artes manipuladoras conectaba con el declive del trabajo bien hecho, comprometido con la realidad y la durabilidad de los productos. Muerto hubiera caído si llega a conocer la “economía de la atención”: ese vuelta de tuerca que consiste en que el funcionamiento global de las redes tienda a manejar y comerciar con la atención de sus usuarios -o sea: todos-, descrita por Zuboff en “La era del capitalismo de la vigilancia”, obra llamada a ser más citada fragmentariamente que leída en su totalidad; su tamaño y la reiteración de los ejemplos en favor de sus tesis, acaba por provocar depresión y una potente pérdida de la atención. Lo que no resta ni un ápice de credibilidad a la autora ni impugna otras virtudes de la inteligencia artificial. Pero a menos atención consciente, a más movimiento despistado del cerebro, mayor intangibilidad y penetrabilidad de la publicidad

O sea, que la publicidad es perversa. Y peor cuando refina su artesanía con electrónicas artimañas. No son muy diferentes el verdugo que hace descender el hacha, con romántica imagen, que el cauto funcionario que se limita a tocar los botones de la silla eléctrica. La publicidad realmente existente es mala porque manipula las necesidades humanas generando distorsiones en la percepción de la realidad. Es tramposa. Necesariamente mentirosa. Aducir que es “información” no deja de ser publicidad de la publicidad, pues nada obsta a informar de la existencia de bienes y servicios para la satisfacción ordinaria de necesidades sin usar de trucos y fuegos artificiales: no todas las palomas viven en las chisteras de los magos. 

Se dice que en la publicidad hay creatividad, arte. Lo acepto. Pero es una circunstancia sobrevenida. El Greco le hizo publicidad al Señor de Orgaz y Velázquez o Tiziano a una caterva de reyes. Pero era una publicidad sobre productos ya vendidos, basados en la negación de la obsolescencia de la fe y las familias reales. Y pese a todo hubo dudas: un monje dijo, criticando al Greco, que las pinturas sacras, por lo menos, deberían facilitar la oración y no distraer. Y por la falta de concordancia de ropajes de El Expolio con lo contado en los Evangelios, el Cabildo toledano le alzó pleito. Los otros artistas ya iban más prevenidos y no se metieron en tanta disputa. Pero el caso es que la belleza formal del engaño no empecé su crítica moral. Porque sería como justificar el Mein Kampf si te lo regalan en papel de regalo.

Ahora bien, dentro de esto, admito diferencias. Con gran incorrección, siempre me gustó el negrito (aparentemente varón cisgénero, de color, afroafricano) de Cola Cao y su correspondiente canción. Pero esta nostálgica afirmación es prueba de lo que digo: la sigo cantando, tomé mucho Cola Cao y nunca practiqué ningún deporte. Así que ahora me dedicaré a criticar los peores anuncios. Me centro en los de alarmas. Por todas partes hay anuncios de alarmas caseras. Están poblados de idioteces sin cuento, simulaciones de situaciones que sólo pueden conmover a estúpidos nuevos ricos y pijos superlativos. Si nos oyen marcianos pensarán que en España se asaltan cada día unos 3 millones de viviendas, impidiendo celebrar barbacoas y otros festejos patrios; los okupas tienden al infinito y la mayoría deben ser menas, cosa que los jueces de Madrid vienen sospechando, pertrechados en sus casitas con alarmas. 

Los otros jueces se dedican a debatir entre alarma o excepción cuando es evidente que vivimos en el Estado de Alarmas, en plural. Según parece España es uno de los países más seguros del mundo. Este hecho no conviene a empresas de seguridad, equipamientos electrónicos o grandes almacenes. Pero como no llegan a ser compañías eléctricas, les sabe mal ser bandoleros directos, así que les basta con saturar radios y redes con mensajes terroríficos, que algo calarán tras años de desayunar con el presentimiento de que al café no llegas, que de una patada en la puerta te dejan sin cafeína y sin vida. Al final, llegas a convencerte de que las cosas tienen que cambiar. Se llama publicidad política. Quien vive alarmado acaba por desear tener un arma: mejor desalmado que desarmado. Su inquietud le vuelve algo peor que conservador. La democracia exige un poco de confianza y de valor: las alarmas permanentes refuerzan el individualismo y destrozan las virtudes cívicas. Sobre todo, si el conjunto de pagos por contratos y mantenimientos de alarmas supera el montante de lo robado en asaltos domiciliarios. No tengo pruebas de esto. Pero ellos, los maestros del miedo, seguro que tampoco tienen prueba en contra.

Pero aún hay situaciones propagandísticas que me disgustan e indignan casi más. Sin ir más lejos la publicidad institucional ilegítima: aquella que se dedica a publicitar la misma institución y no a anunciar servicios, derechos ciudadanos, etc. Por no hablar de esplendidos informadores deportivos comportándose como críos descerebrados para insertar en las retransmisiones de fútbol sus cancioncitas, refranes y ripios como publicidad emboscada. Si la cosa es de casas de apuestas deportivas, lo contrario de los valores que están tratando de transmitir en el mismo programa, llegan al culmen. Pero en este ranking de memeces, la medalla de oro es para las Universidades. ¿Quién nos lo iba a decir? Eso de ver a los santuarios del conocimiento llenando vallas, redes o páginas con frases así, como que guayssss y muyyyy juvenilesss, que no significan absolutamente nada, para disputar en la captación del cliente-alumno, es mucho más grave de lo que parece: representa el tránsito creciente de la Universidad a un mero mercado dispensador de títulos. No es extraño que los estudiantes y sus familias confundan los derechos de matrícula con el derecho al aprobado. Como decíamos ayer: los rectores, de mayores, quieren ser influencers. En fin: alarma casera no tengo, en mi vida he apostado por quién ganará el campeonato de bolos de Gales, de la publicidad institucional he aprendido a pasar, aunque me enfado si el responsable es amigo, pero consumir Universidad es preciso. Por eso estoy mirando a ver si me jubilo y me dedico a mirar anuncios, tan bellos.

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