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Matías Vallés

La salud de Simone Biles no es lo primero

La sociedad va a estar muy atareada, si su prioridad ha de ser concentrarse en el estado anímico de millonarios privilegiados

Simone Biles decide no competir en las finales de salto y barras asimétricas

Qué lástima, haber llegado tarde a los tiempos en que la derrota es la máxima hazaña deportiva imaginable, porque fabrica una víctima a la vez que un héroe. Frente a esta perversión, habrá que retomar la evidencia de que el deporte de élite consiste en ganar, la victoria es su medida sagrada y viene perseguida por seres anómalos que se introducen voluntariamente en la trituradora de campeones. Si no cree en el imperativo vencedor, pregunte a las firmas comerciales Visa, Uber Eats, Gap, United Airlines o Nabisco por qué asumieron el costoso patrocinio de la gimnasta Simone Biles. Nos vamos acercando al objetivo.

Primero fue la mentira, y Estados Unidos aludió a «cuestiones médicas» en el sobreentendido de que se trataba de una lesión física. Es decir, se utilizó el desdén hacia las enfermedades mentales como palanca para mentir sobre una enfermedad mental. En cuanto Biles anuncia que su retirada por fases no obedece a las causas traumatológicas de ordenanza, el espectador empieza a temblar, porque sabe que se dispone a ser culpado ineluctablemente del drama que habita la campeona.

En cuanto la fértil maquinaria de la publicidad pretende que Messi o algún otro deportista de élite son en realidad individuos normales, sometidos a sacudidas que no pueden controlar, conviene responder con el movimiento instintivo de verificar sus ingresos anuales. Unos cinco millones de euros en el caso de Biles, sin duda merecidos en cuanto que conllevan la contrapartida de unos sacrificios inhumanos, pero que otras personas asumen a un precio más desconsiderado.

Por cada Biles que ha descubierto que la vida está en otra parte, hay centenares de aspirantes a su podio con menos remilgos. Quienes se solidarizan melodramáticamente con la gimnasta deberían empezar por asumir que es un producto comercial, aunque es difícil que lo acepten quienes todavía no se han enterado de que trabajan gratuitamente para Twitter o Instagram. Desvincular a los patrocinadores del deportista equivale a olvidar que la Capilla Sixtina responde a un encargo del Papa.

Como empleados, los deportistas son tan irreprochables como cualquier asalariado. Ahora bien, en su papel de símbolos no pueden ser mejores que la peor de las marcas que los esponsoriza. Y se requiere de nuevo la ingenuidad de un colaborador gratuito de Facebook para imaginar que el aparato promocional de las empresas más poderosas del planeta, con ejércitos de relaciones públicas más numerosos que cualquier redacción, no han interferido en el movimiento aparentemente espontáneo de proclamar que Biles es más grande cuando no compite que cuando hace su trabajo. Y conviene recordar que aquí nadie ha renunciado a sus percepciones económicas, se trata en todo caso de renegociar las condiciones contractuales con exigencias suplementarias.

La única certeza, desde el punto del deporte como espectáculo, apunta a que la gimnasia es tan aburrida que mejora cuando sus campeones se sientan a una mesa para desgranar sus debilidades. Una vez apartados de la competición y decantados hacia lo emocional, conviene destacar que la salud de Biles o de cualquiera de sus colegas no es lo primero. Incluso los hipócritas saben que el hermanamiento empieza con los más desfavorecidos. La sociedad va a estar muy atareada, si su prioridad ha de concentrarse en el estado anímico de millonarios privilegiados.

Si la salud mental de la población es una asignatura pendiente, en torno a lo cual existen pocas dudas, hay que apresurarse a desligar esta cuestión de los divos del espectáculo. Insinuar que el malestar psíquico de un goleador ayudará a mejorar el bienestar del planeta, equivale a sostener que la dieta de un deportista de élite contribuirá a sensibilizarse sobre el hambre en el mundo. El egoísmo es la base de la ambición, y esta leyenda arruinada por la fraternidad revolucionaria es un imperativo categórico en la competición deportiva. Donde hay un campeón, no puede haber otro. Todos los demás se llaman derrotados.

A este respecto, el éxito fuera de competición de los campeones emocionales ha logrado que sus intervenciones verbales sobrepujen al esfuerzo físico de quienes están condenados a competir según las reglas clásicas, los nuevos esclavos. Por ejemplo, los homenajes desmesurados a la campeona estadounidense por su sinceridad desvían la atención de gimnastas no menos preparadas, y que además ganaron tras enfrentarse con un notable esfuerzo. Tanto las campeonas rusas como las restantes componentes del equipo estadounidense parecían cohibidas, el oro y la plata les parecían una impostura. Desaparecidas ante una compañera que no ha competido y que predica su «mindfulness». 

Con todos los respetos hacia los magnates desmejorados, el sufrimiento social estará mejor enfocado si se dirige a quienes no disponen de millones para consolarse o curarse. Y una vez relanzado el debate sobre la salud mental colectiva, tal vez se ha emponzoñado por conceder demasiada importancia a personas que dan saltitos, que efectúan piruetas vertiginosas o malabarismos con un balón. Si las estrellas del deporte también salen beneficiadas del ajuste realista de su profesión, mejor para todos. 

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