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Manuel Alcaraz

¡Una pandemia deberías haber pasado!

Archivo - Pruebas de detección de Covid-19

Ahora casi no se dice. Pero los niños de mi generación, y de otras, crecimos oyendo: “¡una guerra tendrías que haber pasado!”, recriminación contra el capricho o la queja injustificada. En eso hay algo de bárbaro. Pero también cultura: la gestión de las necesidades y de las expectativas es un arte. Al parecer hemos desterrado la guerra como estímulo educativo -menos los obispos que aún quisieran cruzadas y algunos políticos tenebrosos-. Pero la epidemia es lo más parecido a la guerra. ¿Le diremos a la infancia futura, “¡una pandemia tendrías que haber pasado!”?. Probablemente sí. Hasta que el cambio climático deje de cambiar, la pandemia será lo más estimulante de nuestras vidas, lo que se fije con chinchetas en nuestra memoria y alumbre películas, programas de interés humano en las televisiones deshumanizadas, novelas, tesis doctorales, canciones y sinfonías. Los superhéroes lucharán contra virus y Godzilla meterá en cintura al covid y a los glaciares desganados. Nos esperan décadas gloriosas, las cosas como son. 

¿Y en lo íntimo? La gama de experiencias será tan amplia como la cuota de dolor y miedo que cada uno pase. Incluso habrá un día en que los asuntos económicos dejen de anudarse a los efectos de la enfermedad y esta pueda brillar en todo su esplendor. ¿Y en lo colectivo?, ¿cómo sintetizaremos el conocimiento adquirido en estos años? Me refiero al conocimiento antropológico -ya crece un folklore de la pandemia, con sus personajes trágicos o carnavalescos; colecciones de chistes y memes, frases hechas, conjuros mínimos-. Aventurado sería cualquier prospección y tanto más cuando apenas soy capaz de hacerlo refiriéndome al rincón más rico del mundo. Pero quizá deberíamos arriesgar algunas hipótesis.

Nada de lo que hemos vivido, y de su reciclado memorial, puede escindirse de tensiones culturales dominantes, de hábitos que configuran nuestra época. Pero han entrado en contradicción con ellos. Por eso este malestar que va más allá de la preocupación por la enfermedad. Este enemigo insidioso alienta la cultura de la sospecha. No de una duda racional. Sino la sospecha de que gobernantes, científicos o periodistas son mala gente que no arreglan las cosas por falta de voluntad. El esfuerzo voluntarista de sanitarios, personal de asistencia social o seguridad, gobernantes, estudiosos o informadores no tiene parangón en tiempos de paz. Da igual para muchos. Da igual a la hora de conformar corrientes de opinión en las redes, en algunos medios -capaces de defender una cosa y lo contrario en la misma página- y en las colas de los centros de salud. Negar el fundamento radical de la sospecha no significa alabar todo, negar errores. Pero la distinción es básica para vivir en democracia.

Pero obsérvese que no digo “todos”. Sigo pensando que una mayoría de la sociedad se ha portado sabia y decentemente. Pero no todos ni en todo momento: el símil de la montaña rusa es el más adecuado. Vertiginosa; sin saber si subimos o bajamos, una y otra vez; sin digerir la experiencia recién adquirida. Porque nuestro tiempo es el de la inmediatez: o la solución es inmediata o no es. Puede haber convalecencias individuales: las colectivas no las concebimos. Por eso es tan insidiosa la propaganda política basada en la descalificación constante del otro con la presunción de disponer de soluciones mágicas. También por ello, pasado el primer amarguísimo trago -cuando nos preguntábamos si esto nos podía pasar a nosotros- las apelaciones incesantes a la responsabilidad colectiva menguaron en su efectividad. Vivimos en una era postheroica y el que quiere ser modestamente responsable sabe lo que ha de hacer. Pero existimos en un mundo regulado por una lógica de beneficio, por una impregnación del capitalismo desbordado. No hablo sólo de economía: es una lógica más amplia, es una cuestión de cálculo que excluye cualquier otra racionalidad. La responsabilidad también se somete a una cuenta de resultados y se atiene a la oferta y la demanda.

Introducir en esa perspectiva acciones sociales colectivas, sin estímulo o castigo, supone esperar que en un año la dinámica colectiva se altere. Eso exige reconsiderar el papel del Estado, abandonado al letargo en las últimas décadas, denostado por unos y otros. Por eso las diatribas que enarbolan la libertad abstracta y descarnada tienen éxito. Y explica una parte de la errática actuación de parte de los jueces, que consideran su poder en clave neoliberal, trastocando su independencia respecto de otros poderes en independencia del Estado y, por lo tanto, desligado de las claves interpretativas de algunos valores constitucionales. Todo esto también planeará sobre el futuro: si es para bien, reconstruirá relatos comunitarios; si es para mal: profundizará en la pérdida de la confianza mutua. O las dos cosas a la vez. Podría hablar de redefiniciones del Estado autonómico, pero lo dejo para otro día.

Gastaré estas líneas en aludir a la nueva relación entre la sociedad y la ciencia. El científico tendrá otra consideración, también ambigua. No será la primera vez: la cultura está repleta de extraños científicos: Frankenstein y Jeckill o los científicos locos favorables al desastre nuclear. Pero he aquí una novedad: los de ahora no tienen rostro ni nombre, como no sean asesores de Gobiernos ya engullidos por la ola de la sospecha. Puede haber una amplia valoración positiva de la acelerada invención de vacunas, pero no reconocemos a los inventores. La mitología del científico bueno se agota: ahora son grandes equipos sometidos a designios de corporaciones y quejosos de la insuficiencia de fondos públicos. La misma población que clama por la vacuna -y los negacionistas- asiste atónita a la pluralidad de ofertas, que descubre un carácter de la ciencia: la competitividad, la pluralidad de enfoques. En fin: científicos discutiendo sobre medidas a adoptar, interpretación de datos y asuntos así. ¡Cuantas veces hemos oído: “¡si ni ellos se ponen de acuerdo!”. La sociedad que cargue con el futuro sabe lo que los científicos saben desde Descartes o Bacon: la ciencia no es el resultado, sino el método de construcción y verificación de un tipo de verdad, en este caso una verdad que reduce contagios y cura. Pero esa verdad no existe guardada en el sótano de un laboratorio, sino que es resultado de la discusión, a veces febril, dura. Afortunadamente es así. Siempre lo es. Lo que sucede es que ahora lo han tenido que hacer en público. Los políticos lo hacen cada día. Los mafiosos, banqueros o los jefes de las eléctricas nunca. Este es el precio de la transparencia: la verdad o las verdades no tienen el brillo deslumbrante de las banderas victoriosas ni de las cuentas bancarias rebosantes. Sobre esto también discutirán los que ya han pasado su guerra, perdón, su pandemia, y aún están sentados al borde del acantilado, sin saber si ganará el vértigo o la belleza del horizonte.

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