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Antonio Ortuño

La punta del jamón

Algunas personas jóvenes en la calle con mascarilla.

Mi amiga Inés prepara un jamón al horno que encandila todos los sentidos. Hace unos días nos volvió a invitar y mi curiosidad por saber cómo elaboraba tal manjar, hizo que estuviera temprano en su casa para ver cómo preparaba la pata del cerdo que recientemente había adquirido en su carnicería habitual. Nada más colocar la pieza de carne en una tabla, lo primero que hizo fue, con un acertado golpe de cuchillo, cortar la punta al jamón. Yo, con bolígrafo en ristre dispuesto a no perder nota de la receta, le pregunté: ¿Y eso por qué, Inés, por qué le cortas ese trozo?” La anfitriona levantó la cabeza por un momento de sus quehaceres y con mirada de sorpresa me contestó. “pues no lo sé, mi madre lo hacía así y yo sigo su receta al pie de la letra. De todas formas -continuó- has despertado mi curiosidad y preguntaré”. La comida un éxito, como siempre, y con la promesa de que me mantendría informado de averiguaciones, nos despedimos hasta otra ocasión. Inés cumplió su promesa, a los dos días preguntó a su madre, la cual para su sorpresa tampoco lo sabía, curiosamente le contestó: “mi madre así lo hacía”. Esa misma tarde mi amiga se encontró con su abuela. Inmediatamente la abordó con la misma cuestión. Su abuela la miró con mucha ternura y le dijo: “Inés, cariño, la abuela tenía un horno tan pequeño que no entraba la pieza entera, la única manera era cortando la punta al jamón”.

Que yo sepa, la humanidad lleva realizando hace cientos, miles de años una serie de actuaciones rutinarias, del día a día, sin saber muy bien el porqué hay que hacerlas así. La mayoría de las veces poco importa, cuando el resultado es lo satisfactorio que deseamos. Sin tener que viajar mucho en el tiempo, sirva como ejemplo la costumbre de compartir enfermedades entre vecinos, en la España entre los 60´ y los 80´. En estos años, era muy normal que cuando una enfermedad contagiosa aterrizaba en un barrio, en una pedanía, las madres llevaran a merendar a sus hijos con los contagiados. Los niños y niñas sanos, lógicamente, inmediatamente desarrollaban los síntomas, y si no fuese así, había que volver a merendar con el enfermo, otra vez. Pronto toda la chiquillería del barrio estaba infectada. Los síntomas de la enfermedad, a estas edades, eran livianas, nada que no se curase con una semana de cama y con los mimitos de mamá. Transcurridos los siete días, la progenitora, que ya tenía preparados los bocadillos, mandaba a sus criaturas a la calle, a jugar, ahora muy tranquila, ya que aun sin saber el porqué, tenía la certeza de que sus hijos no volverían a pasar la peligrosa enfermedad. Las paperas, el sarampión o la varicela, antes de que las vacunas estuviesen al alcance de todos, eran enfermedades muy contagiosas y peligrosas. Si enfermabas siendo adultos aparte de dolorosas, podían poner en peligro incluso tu vida. Sin conocimientos de qué eran los antígenos, anticuerpos o del concepto de inmunidad, gracias a estas prácticas, ahora consideradas medievales, se salvaron muchas vidas y consiguieron lo que hoy tanto ansiamos, la inmunidad de rebaño ante esas enfermedades.

Seguramente llevamos en nuestros genes, grabado a fuego, una serie de órdenes que nos han permitido perdurar como especie a lo largo del tiempo. Y seguimos haciendo cosas de forma inconsciente, que nos ayudan a sobrevivir. Cómo entender si no, que en pleno siglo XXI, en plena era del hombre tecnológico, en los tiempos de los grandes avances en medicina y en el estado de bienestar, que nuestros adolescentes sigan practicando reuniones multitudinarias sin miedo al contagio de la Covid. Quizás de forma inconscientes estamos favoreciendo, padres y políticos, que nuestros adolescentes, los menos vulnerables a la enfermedad, se expongan a estas prácticas de riesgo que conllevan un alto índice de contagio y una baja tasa de mortalidad. Sin saberlo, pero ahora con más conocimientos de nuestro cuerpo, ¿no estaremos haciendo lo que hacían nuestros abuelos, buscamos una inmunidad de rebaño, aunque para ello tengamos que jugar de forma peligrosa con la enfermedad?

También podemos imaginar que hay un poder en la sombra, unas manos negras que, sabiendo mucho de enfermedades contagiosas, sigan alentando, o al menos no ponen trabas, a que los más jóvenes de nuestra sociedad sigan con sus reuniones sin medidas de ningún tipo. Prácticas que por mucho que las critiquemos, las llamemos incívicas e irresponsables, ahora en verano, se siguen realizando, noche tras noche y sin que nadie lo impida. A este ritmo de contagios, pronto llegaremos a la inmunidad de borregos, perdón, de rebaño y además nos ahorraremos una buena pasta en vacunas, recordemos a veinte euros cada una. Yo, como diría un buen gallego, solo acierto a comentar que: “No creo en las brujas, pero haberlas haylas”.

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