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Gerardo Muñoz

Momentos de Alicante

Gerardo Muñoz

El gato

Fue una noche de sensaciones nuevas, llegó a un estado de felicidad tal que dudaba pudiera ser superado

Guerra de Melilla damas enfermeras.

MELILLA, JULIO-OCTUBRE DE 1909

Un grupo de rifeños atacó a los obreros españoles que trabajaban en la construcción de las vías del ferrocarril que uniría Melilla con las minas situadas en Beni Bu Ifrur. Seis de ellos cayeron muertos, uno herido. Eran las ocho de la mañana del viernes 9 de julio de 1909.

Cuatro días después de que se produjera el ataque, Mohammed Asmani, caíd del poblado de Mezquita (cercano a Melilla), se presentó en el hospital militar de la plaza española para visitar al herido. Las autoridades españolas consideraron aquella visita como un gesto de amistad por parte del caíd, conocido como El Gato, que a sus treinta años contaba con dos esposas y cuatro hijos.

Mohammed El Gato era partidario de la convivencia pacífica entre rifeños y melillenses. Lamentaba el enfrentamiento armado que se había producido entre las tropas españolas y una harca rebelde, tras la muerte de aquellos obreros del ferrocarril.

Guadalupe

En estos días llegó a Melilla la cantante española Guadalupe Molina. Según le contaron a El Gato varios oficiales españoles, se trataba de algo especial. «Es una mujer bellísima que canta esas letrillas picantes con tanta sensualidad y tan ligera de ropa… Una diablesa con faldas. La vi actuar el año pasado en Madrid, en el Salón de Actualidades, y te aseguro que estuve como hipnotizado, envuelto en una nube sicalíptica», le comentó con ojos brillantes y risas un capitán de artillería.

La primera vez que Mohammed Asmani vio a Guadalupe Molina no reconoció en ella un aire de liviandad o provocación. Al contrario, la encontró discreta, recatada como una mujer musulmana, llevaba cofia blanca y delantal del mismo color. Claro que la vio en el hospital, donde la famosa cantante había empezado a trabajar como enfermera al día siguiente de su llegada. De inmediato se sintió cautivado por aquella mujer de rostro blanco y limpio de maquillaje. No hablaron. Ella se acercó, sus miradas se encontraron levemente y en los ojos de Mohammed se detuvo el tiempo.

Llevaba el cabello recogido en un moño bajo la cofia y los ojos que le miraron eran zarcos, como un cielo despejado, el derecho le pareció que bizqueaba. Sorprendente, ¿no era un lunar lo que tenía en mitad de la frente? Por la fugacidad del encuentro, no pudo comprobar si era artificial (de esos que algunas mujeres coquetas se ponían en las mejillas), o tal vez fuera un tatuaje, raro en una cristiana. Si era natural, se parecía al de su madre, una casualidad extraordinaria, portentosa como una señal del destino.

Aquella mujer, aquella zarca (la que tiene los ojos azules, en árabe) parecía haber sido enviada a Melilla en una misión que iba más allá de su altruista labor de enfermera. Era como si Dios, a través del destino, la hubiese enviado para que se encontrara con él, con el hijo de Fatima y nieto de Karima.

Volvió a coincidir con ella en la residencia del general José Marina Vega, comandante militar de Melilla. Había acudido para informarle de las últimas noticias y aquella mujer estaba invitada a cenar. El encuentro fue breve. Antes de reunirse con él en privado, el bajá español le presentó a sus invitados: otros dos generales, sus esposas y varios nobles venidos de España.

–La señorita Guadalupe Molina es una de nuestras más célebres artistas –dijo el general, al tiempo que Mohammed comprobaba, embelesado, cómo el ojo derecho de ella bizqueaba ligeramente hacia la nariz mientras le miraba, y comprobaba que el lunar que tenía en la frente era de verdad, de color carmesí, como su madre–. Mohammed Asmani, al que todos conocemos por su apodo de El Gato, es amigo de España y uno de los mejores soldados, además de ser nuestros ojos y oídos en los alrededores de Melilla.

–¡Oh, un espía! –exclamó admirada una mujer cincuentona y gruesa, rebozada con un lujoso vestido morado. Pero enseguida fue amonestada con la mirada por el hombre que estaba a su lado, enfundado en uniforme militar.

–¡El famoso Gato! –dijo otra dama, más entrada en años que la anterior adornada con collares y pulseras caras–. Ha de saber que se está convirtiendo usted en todo un personaje en España. Casi tan famoso como aquí nuestro amigo, el general Marina.

–No creo que sea para tanto… –dijo Mohammed, intimidado al sentirse observado por aquella gente tan elegante. De haberlo sabido, pensó, se habría cambiado la chilaba por uno de sus mejores caftanes.

–Debería invitarle, general, para que nos amenice la velada contándonos sus aventuras. Sería muy interesante escucharle –sugirió Guadalupe sonriente, mirando al recién llegado.

–En otra ocasión. Ahora, si nos disculpan, hemos de despachar en privado un asunto urgente.

–Me encantaría poder contarle cuanto desee saber sobre mí –respondió El Gato como gesto de cortesía.

En días posteriores Mohammed averiguó que Guadalupe Molina ocupaba una habitación en casa de doña Camila, a extramuros de la ciudad. Tal noticia le alegró porque, a través de un joven rifeño, pudo hacerle llegar varios billetes, notas acompañadas de regalos, como pasteles y flores, en los que le pedía mantener una reunión a solas, «para satisfacer su curiosidad de cuanto desee conocer».

Ella no contestaba a sus notas. Pero al cabo de una semana le devolvió su último billete, en el que le proponía una cena en un apartado del Restaurante Asia, con un ruego: «Discreción, por favor».

El Princesa de Asturias bombardeando Nador (España en Marruecos).

La Zarca

Aquella noche de agosto, Guadalupe y El Gato se reunieron en secreto en un reservado del piso superior del Restaurante Asia, al que se accedía por una puerta trasera y una escalera de uso privado. Cenaron y se conocieron.

A las once de la noche Mohammed la acompañaba hasta la esquina más próxima de su vivienda. Se despidió con la cortesía de un caballero.

Pero, pasada la medianoche, decidió saltar a la azotea del edificio aledaño hasta la habitación de Guadalupe. Lo hizo con sigilo y la agilidad de un felino.

En la semioscuridad de una luna creciente, bajó por las escaleras que unían el patio con la azotea, despacio, como pisando los restos de una copa rota, se acercó a una de las puertas de entrada al interior de la vivienda, acristalada y con visillos corridos por dentro. Con suavidad arañó el cristal, hasta que Guadalupe apareció vestida con una túnica de zarzahán, descorriendo la cortinilla. Abrió la puerta del paraíso.

Fue una noche de sensaciones nuevas. Llegó a un estado de felicidad tal, que dudaba pudiera ser superado por los placeres de las huríes en el paraíso. Aquella mujer de cuerpo medanoso, de curvas tiernas y firmes como las dunas del desierto, aquella artista que le susurraba al oído lo que cantan las estrellas se cimbreaba con la sinuosidad de la serpiente, haciéndole sentir lo que no había sentido con ninguna de sus esposas. Era el hechizo del diablo, pero no pensaba huir. Tal vez fuera una dulce y perniciosa herramienta de Satán, pero su alma y su cuerpo acarrearían con las consecuencias.

Mohammed por el día cumplía como esposo, padre y soldado. Por la noche pecaba y disfrutaba de la dulce Zarca.

«El Gato saca las uñas. El confidente apodado el «Gato» que tan buenos servicios presta á nuestro ejército, iba á bordo del Princesa de Asturias señalando al comandante del buque los lugares hacia donde debían enfocar las baterías. Los cañonazos fueron muy certeros sembrando el pánico entre la morisma que vio prontamente derruidos sus aduares», contaban los periódicos españoles aquel 18 de agosto.

El Gato apresaba rifeños rebeldes, identificaba cadáveres, indicaba a la artillería española lugares donde se escondía la harca. Naturalmente incitaba el odio de sus paisanos que le consideraban un traidor. Así se contaba en las noticias de algunos periódicos españoles.

Mohammed se olvidaba de sus problemas por las noches en compañía de Zarca. Junto a ella no había guerra ni odio ni temores, sólo el bálsamo del placer y la comprensión. Y hasta los celos que Guadalupe sentía (teatralmente mohína) por la admiración que despertaba en las mujeres cristianas, se convertían en risas con la intercesión de caricias.

–Me han contado que hace unos días recibiste una carta de unas admiradoras madrileñas. ¿Vas a contestarles? –inquirió Guadalupe, simulando contrariedad cuando se encontraban en el lecho, en medio de una noche tranquila. La ventana enrejada dejaba pasar la brisa de la calle que movía los visillos con lentitud.

¿Cómo podía haberse enterado?, se preguntó Mohammed rememorando la última reunión que mantuvo con el general Marina, cuando, al entrar en su despacho, le dio un sobre que tenía encima de su mesa.

Leyó en español: «General en jefe. Para entregar al confidente “El Gato”».

–Léamela, mi general, hágame el favor.

José Marina leyó en voz alta:

–«Moro Gato: Tres cristianas que hemos visto tu retrato publicado por los periódicos, al contemplar tu esbelta figura, no hemos podido ocultar nuestra simpatía por ti.» –Antes de seguir, al general se le escapó una risita. Miró de reojo a Mohammed, cuya sorpresa se reflejaba en sus labios abiertos–. «Querido Gato, te pedimos que tus confidencias al general Marina sean exactas, y te rogamos que nos mandes un retrato, debiendo entregárselo al fotógrafo de Actualidades. Si quieres contestarnos, dale la carta al director de El Imparcial para que la publique. Tus admiradoras». Debajo están las rúbricas –dijo el general, reprimiendo la risa y devolviéndole la carta.

Ruborizado, Mohammed la metió con rapidez en el sobre.

–Habrá que contestarles –propuso el general con un ligero tonillo de chanza–. Un héroe tan galante como El Gato no puede dejar de responder a unas damas, sería una descortesía.

–Fue una broma –le dijo Mohammed a Guadalupe.

–¿Una broma? No me parece tal cosa –refunfuñó ella, dándole la espalda–. ¿Les has contestado ya?

¿Cómo se había enterado Guadalupe? ¿Se lo contaría el general?

–Te lo digo si me cuentas cómo te has enterado –propuso Mohammed intrigado, al mismo tiempo que se volvía hacia ella, apretándose a su cuerpo.

–Primero respóndeme: ¿Les has contestado ya? –insistió Guadalupe, separándose de él.

–Hoy mismo le he dado la carta al general Marina, para que la envíe al director del periódico. La ha escrito un traductor oficial amigo mío –dijo arrimándose de nuevo a ella. Sus cuerpos quedaron pegados. Mohammed acarició con sus labios el cuello de Guadalupe y murmuró–: Ahora te toca a ti. ¿Cómo lo has sabido?

–¿Y qué les has dicho? –preguntó fingiendo enfadarse.

–Que, sin conocerlas, sólo por ser hijas de Madrid, supongo que serán tres joyas –dijo sin dejar de besarla–. Pero no debes estar celosa, zarca mía, porque si ellas son tres joyas, tú eres la corona de Madrid. Porque eres madrileña, ¿verdad?

–Llevo aquí sólo unas semanas y he comprendido que en este lugar resulta muy difícil guardar secretos. La carta de tus admiradoras es un secreto a voces, tontorrón, porque ha salido en los periódicos. Seguro que hasta tus esposas se han enterado, aunque no te hayan dicho nada. –Inesperadamente le miró muy seria a los ojos–. Por eso debemos tener mucho cuidado. Nadie debe enterarse de lo nuestro.

–Si quisieras casarte conmigo, no tendríamos que escondernos –dijo él, abrazándola más fuerte.

Guadalupe sonrió, entre halagada y contrariada.

–No es posible. Mi vida está en Madrid, en París, en América… Pero no te pongas triste, gatito. Siempre nos tendremos el uno al otro. Vendrás a verme y… No hablemos de despedidas. Bésame y abrázame como si me fuera mañana…

La despedida

–La señorita Molina ha ampliado su compromiso inicial y ha decidido quedarse un mes más entre nosotros. Para su mayor comodidad se le ha ofrecido, y ha aceptado, hospedarse en una habitación de la casa parroquial, en el primer recinto –le dijo Marina con la expresión adusta del militar, apartando la mirada de Mohammed. Se encontraba sentado en su butaca, detrás del escritorio, pero sin ofrecerle asiento, como hacía en otras ocasiones. En consecuencia, Mohammed se mantuvo de pie, en posición de firme, pensando la razón del enfado del bajá español. ¿Debía hacerse el confundido, preguntándole por qué le contaba aquello? No, sería contraproducente. Permaneció callado.

–Puede retirarse.

Mohammed tardó en reaccionar unos segundos. Miró al general, que aparentemente se había desentendido de él, leyendo unos documentos. Se dio media vuelta:

–A sus órdenes, mi general.

El mundo no se acabó aquel día para Mohammed, pero sí su alegría. Volvió a ver a Guadalupe alguna vez brevemente en el hospital, siempre en público, mirándose de lejos, lo que agudizó aún más su tristeza. Había perdido a Zarca. Sólo pudo acercarse a ella la víspera de su regreso a Madrid; y fue en el despacho del general Marina y en su presencia. Guadalupe le había pedido que le permitiera despedirse de él, y el general aceptó, con la condición de que no lo hicieran a solas.

Mohammed le entregó el objeto de mayor valor que poseía: una gumía con la empuñadura adornada con rubíes y zafiros, regalo del sultán a un antepasado suyo por haber luchado valerosamente contra los infieles. Ella, que no esperaba aquel valioso regalo, improvisó un recuerdo garabateando una dedicatoria en el dorso de una tarjeta postal coloreada que sacó de su bolso. En el anverso, una fotografía de la bella Guadalupe con un vestido escotado de lentejuelas y una sonrisa picarona.

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