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El presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez.

El gobierno de los dos gobiernos en uno. El que gobierna y el que se hace oposición anunciando movilizaciones contra sí mismo. Un dislate en cualquier organización seria, más en quien rige o debería este país.

Ese gobierno desgobernado, capaz de reinventarse cada día con ocurrencias miles y que cede las responsabilidades a la oposición, culpable de no acatar lo ordenado –el del “no es no” no parece recordar-, así como a las CCAA, convertidas en pequeños reinos de Taifas, quiere educarnos desde la más tierna edad en valores que, reconocidamente, desconoce.

Ese gobierno nos quiere enseñar la verdad, a discernir entre el bien y el mal, entre el ser y el deber ser, entre lo bueno y lo malo, entre lo democrático y lo autoritario, entre lo racional y lo emocional, determinando los sentimientos dignos de respeto y merecedores de afecto y concesiones, impulsados en forma de proyectos subvencionados o, por el contrario, indignos de ser promocionados. Ese gobierno que transita entre la mediocridad y el desequilibrio, incapaz de poner en marcha decisiones sin previo pago a los socios variopintos o hacerlo sin amenazas de penas a los desafectos, quiere establecer el orden moral en una sociedad que, seamos claros, pasa de sus reglamentos que, sencillamente, incumple y vive y sigue viviendo como le da la gana.

Porque esa es la verdad. Salvo el papel que todo lo soporta, nada hay de realidad en las miles de referencias a los estándares presumidamente disruptivos, innovadores, de perspectivas paranoicas y de positivas discriminaciones mil que imponen en sus órdenes y leyes de corte autocrático propias de quienes son lo que son.

Podrán elaborar reglamentos ordenando que las matemáticas respondan a la perspectiva de género –cosa esta misteriosa, una forma de ver algo, inconcreta-, pero los profesores seguirán impartiendo matemáticas sin sucumbir a las locuras de ideólogos de proclamas que la sociedad, cada vez más, rechaza por aburrimiento y cansancio. Es lo que tiene aburrir al personal. Que lo agota, máxime si los referentes carecen de autoridad moral de la buena, la cosechada con hechos y ejemplos. Podrán exigir que a los niños se les eduque en la sexualidad a edades tempranas en ese intento de hacer visible lo que debe ser normal, pero los niños seguirán jugando. Podrán querer imponer una lección de historia sesgada, de una guerra interminable para gustos un tanto escatológicos, prefiriendo ocuparse de los que se fueron hace años en lugar de los recientes y los que pueden llegar, pero en la sociedad no cala el odio selectivo, ni la indignación a cien años vista.

La cosa, sin embargo es más compleja. Los docentes nos vemos obligados a mentir, a perder el tiempo en exhibiciones absurdas bajo pena de azotes burocráticos, así como de no obtener proyectos u otras bondades si no ajustamos las peticiones a los requisitos oficiales impuestos por quienes ven en las palabras y florituras aparentes el éxito de sus veleidades. Hemos de rellenar guías docentes repletas de tonterías que nadie cumple, fines absurdos, copiados de unos a otros; hemos de hacer referencias a la perspectivas de género si queremos que nos den algunos puntos de más en los proyectos de investigación; hemos de responder a cuestionarios y redactar informes inútiles, pero apropiados a la excelencia de un papel que todo lo aguanta y, sobre todo, hemos de renunciar a lo clásico y bueno, para sustituirlo por lo innovador y disruptivo, aunque sea una memez. Antes de nosotros no hubo nada y si es posible sustituir la inteligencia natural por la artificial, el triunfo está asegurado.

Por eso no interesa el conocimiento, que es pasado y hace libres. Ni el esfuerzo personal cuando se trata de educar súbditos que vivan del presupuesto estatal, ni priorizar la capacidad y el mérito. Todo es pedagogía con el fin de formar masas adeptas, profesores sin autoridad moral y un Estado fuerte, de idea única.

Todo un conjunto, pues, de imposiciones ante las que cabría alguna conducta activa de rechazo, pero y ahí está el problema, se acepta por causa de un sistema que pone en riesgo a los desafectos.

Porque esa es la cuestión, pensada y organizada. Una sociedad que pasa de tanta estulticia, unos profesores que en gran medida la ignoran, pero unos planes y unas directrices que coartan y obligan. Poco a poco, pues, van consiguiendo sus objetivos: una sociedad de masas, poco formada e informada y homogénea. Salvo que cambien las cosas y los que vengan se lo tomen en serio.

Lo sucedido con la AVI en Alicante puede deberse a cualquier causa, aunque no debe perderse de vista el sistema mismo que rige en este tipo de convocatorias a cualquier nivel. La transparencia y la objetividad están ausentes en la Universidad, en todos los procesos que presuponen méritos. Y es que las comisiones de evaluación, nacionales o autonómicas, se designan a dedo, sin sujeción a criterios que limiten la posible arbitrariedad. No por sorteo entre iguales como sería normal. Y los asesores que emiten informes personales sobre las peticiones permanecen en el anonimato y son también nombrados libérrimamente, sin que el afectado pueda conocer la identidad de quien ha informado sobre sus méritos o proyectos.

Es evidente que tal control es útil para la homogeneidad de la institución y de las ideas. No puedo saber qué ha sucedido en este asunto de los proyectos que han afectado negativamente a la UA y la UMH. Pero en el sistema vigente, a veces próximo al comisariado, suceden cosas que no deberían suceder si la Universidad española se opusiera a procedimientos tan poco transparentes y democráticos.

No se trata, pues, de establecer criterios territoriales cuando se debe valorar el mérito. Hay que entrar de lleno en el sistema, que sea transparente y que se eliminen facultades que propician algo más que la discrecionalidad. Y eso, hoy, constatada la tendencia del poder a la autocracia y el pensamiento único es urgente.

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