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José Manuel Ponte

Los muertos españoles en Afganistán

Talibanes en Afganistán

Cuando la opinión pública internacional recibió las primeras noticias sobre la existencia en Asia de una facción islámica radical (los talibanes), que había tomado el poder en Afganistán, la prensa occidental centró sus observaciones en las constantes violaciones de los derechos humanos por parte del nuevo régimen. La lista era tan extensa como odiosa. Ejecuciones públicas, latigazos, manos cortadas para los ladrones, reclusión de las mujeres que no podían salir a la calle si no iban acompañadas por un hombre, bodas concertadas con niñas, uso obligatorio del burka, etc., etc. El modelo no podía ser más reaccionario, aunque mereció el inicial apoyo del Gobierno norteamericano por su contribución a la lucha contra la ocupación del ejército soviético que tras varios años de guerra tuvo que abandonar el país. La heroica contribución de los guerrilleros talibanes a la derrota de los comunistas fue glorificada en los medios. Y hasta en Hollywood se hizo una película sobre el supuesto desembarco del musculoso Sylvester Stallone (Rambo) en territorio afgano, en el que se abrió paso a golpe de puñetazos y de certeros disparos con toda clase de armamento. La tolerancia entre un régimen medieval y una República liberal capitalista duró hasta los atentados contra las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania (1998), que se atribuyeron a islamistas radicales. Pero se estropearon definitivamente con ocasión de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas, que el presidente Bush —hijo— aprovechó para declarar una guerra mundial contra el terrorismo y de forma más concreta contra Al Qaeda y el famoso Bin Laden, que al parecer vivía escondido en una cueva remota de Afganistán. El bombardeo intensivo y la presencia de miles de soldados norteamericanos en territorio afgano permitieron unos años de relativa tregua (20 hasta el día de hoy) que se aprovecharon para rescatar la libertad de las mujeres, adiestrar un ejército y formar una clase funcionarial con hábitos democráticos. Justo a la mitad de ese período, durante el mandato de Obama, se produjo, mayo de 2011, el oscuro episodio del proclamado asesinato de Bin Laden por fuerzas especiales que luego enviaron el cadáver al fondo del mar para evitar que su tumba se convirtiera en lugar de peregrinación. Al menos, eso dijeron. Una vez liquidado el “enemigo número uno” de la humanidad, Obama no se atrevió a poner fecha a la retirada de las tropas y hubo que esperar a que lo hicieran el inefable Donald Trump (republicano) y luego el actual ocupante de la Casa Blanca, Joe Biden, (demócrata) que tiene otras ideas sobre cuáles son los intereses estratégicos de Estados Unidos. Como los que apuntaba el periodista Ahmed Raship en su libro sobre Los talibanes, el petróleo y el gran juego. Allí contaba el caso de la petrolera norteamericana Unocal que proyectaba un nuevo gasoducto obligado a transitar por territorio afgano. Un territorio que tiene una impresionante riqueza minera, a parte del petróleo y del gas. Por lo que respecta a España, que mantuvo un contingente militar para adiestrar a soldados del desaparecido ejército afgano, habrá que confiar que el Gobierno garantice la salida pacífica de todo el personal colaborador y de sus familias. Los 100 militares, los dos policías, y los dos intérpretes muertos, lo merecen.

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