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Mari Carmen Díez Navarro

A la chita callando

He sabido de un niño de tres años que estuvo a punto de tener que dejar de ir a la escuela por no ser capaz de mantener a raya sus esfínteres, lo cual tenía para él la ventaja de recibir la visita de su mamá, (que acudía a ponerlo limpio cuando la llamaban desde el centro escolar), y también la desventaja de que la maestra lo dejaba en conserjería. Sin embargo, a pesar del desagrado de tener que esperar a su madre en un sitio inhóspito para él, no había modo de que el niño lograra controlar sus necesidades. Tanto la de descargar tensión haciéndose pis encima, como la de hacer que acudiera su mamá, que estaba en casa ocupándose de su hermano pequeño.

¿Qué será lo que está pasando para que en la dinámica de funcionamiento de muchas escuelas se haya introducido esta modalidad de llamadas domiciliarias que ponen en jaque a las familias y en peligro de desequilibrio afectivo a los niños?

Pensando en el niño, podemos preguntarnos qué estará queriendo decir su descontrol. Si será una falta de maduración o una demanda de atención. También cómo se sentirá cuando ve que ha tenido otro escape y que va a empezar el ritual del destierro. Y cómo afectará a su autoestima este tipo de actitudes hacia su persona, o cómo confiará en sus capacidades después de estos episodios desvalorizadores.

Pensando en las familias, podemos suponer que es fácil que se planteen qué le pasa a su hijo, por qué será que no le atienden cuando lo necesita, si es que no se habrán dado cuenta de lo pequeño que es, o qué ocurriría si el padre y la madre estuvieran trabajando y no pudieran ir a la escuela a cambiarlo. También puede ser que entiendan que la solución pasa por aleccionar al hijo para que adquiera el control lo antes posible. Con riñas, con premios, con castigos, o con presiones varias: «No te hagas pis, por favor, que si pido más permisos en el trabajo, me despedirán».

Pensando en las maestras y en los obstáculos con los que se encuentran, observamos que con frecuencia no disponen del confort suficiente para la higiene de sus alumnos porque los centros no están acondicionados para ello, o tienen grupos demasiado numerosos, o niños que tienen necesidades educativas especiales y requieren mucha atención, además de que han de sostener las demandas de las familias acerca del rendimiento de sus hijos.

Pensando en las políticas educativas, podemos reflexionar sobre qué puede haber pasado para que la escuela abra sus puertas a los niños de edades tempranas, pero sin responder a todas sus necesidades, sino más bien dedicándose a trabajar en torno al currículum y negándose a actuar en la parte de crianza y atención que conlleva la educación temprana hoy. El hecho de que no se contemplen las dificultades lógicas e inherentes a cualquier proceso de crecimiento dice poco de una institución escolar que ha de amparar y facilitar a los niños atención y enseñanzas. Y todo ello con las extrañas excusas de que: «La enseñanza en estas edades no es obligatoria», o de que: «Las maestras no han estudiado para cambiar pañales». Excusas que hablan de indiferencia ante la fragilidad de los pequeños.

Pero por mucho que cueste, esto no evita la necesidad ineludible de que los niños hayan de estar bien atendidos. Si para lograrlo se ha de pedir mejor infraestructura o exigir más personal de apoyo en los centros, pues que así se haga. Y no me refiero a un personal de apoyo que se dedique en exclusiva a cambiar «escapes», sino a contar con más maestros en el centro que trabajen en equipo con los tutores y sean una ayuda eficaz en el día a día.

La Psicología evolutiva nos dice que no está estipulada una edad exacta en la que los niños tengan que controlar esfínteres, sino que esta adquisición es algo variable, dependiendo de cada cultura, cada familia y cada niño, según su grado de madurez y su crianza. También nos dice que es habitual que haya regresiones ante situaciones nuevas, momentos críticos, nacimiento de hermanos, estrés... E incluso que llevar a cabo un aprendizaje demasiado precoz del control de los esfínteres, es perjudicial para los niños, porque les puede originar problemas posteriores: nerviosismo, enuresis, regresiones y alteraciones varias. Es decir, que es absolutamente normal que algunos niños tarden más que otros en controlar, según sus circunstancias personales y familiares.

Cierto es que no en todas las escuelas se exige que los niños de tres años controlen esfínteres, pero en bastantes sí que ocurre. En algunas ponen como excusa que el reglamento interno del centro así lo señala, en otras que no se puede dejar la clase sola mientras se cambia, en algunas aducen que si se está en estos «detalles» no se puede enseñar. Pero cabría preguntarse si los profesionales que organizan así sus escuelas, los inspectores que permiten este modo de funcionar y los altos cargos de las instituciones educativas que no se detienen en estas minucias, aceptarían estas prácticas si los que quedaran mojados y apartados fueran sus hijos o sus nietos.

El caso es que a la chita callando, y con apariencia de legalidad, de profesionalidad y de normalidad, se está dando esta realidad que venimos comentando y que indica una atención pobre e insuficiente hacia los niños, un descuido de sus necesidades, un abandono afectivo y un olvido de la diversidad en madurez y crianza.

En resumen, una nueva clase de maltrato, que tenemos que conseguir cambiar y cuanto antes, mejor. Que el curso ya va a comenzar y estos «detalles» afectan a muchos niños.

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