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Luis Sánchez Merlo

Una rendición por desestimiento

El balance de la guerra más larga librada por los EE UU deja, según los investigadores de Brown University, cerca de 160.000 víctimas mortales

Talibanes patrullan las calles de Kabul la semana pasada. REUTERS

El colapso del gobierno afgano tras las deserciones masivas de soldados y policías y la vertiginosa toma del poder por los talibanes sin apenas oposición han servido de colofón a una rendición por desistimiento. El desplome ha fracturado la base sobre la que pudiera descansar cualquier esperanza en el régimen político establecido como legítimo.

Para culminar la tarea ha faltado estrategia, constancia y conocimiento. Se le atribuye a Napoleón haber dicho: “Jamás he tenido un plan de operaciones”. Pues eso.

Tras el febril derrumbe de Afganistán (AF), el ‘paisaje olvidado de Dios’, el aeropuerto de Kabul, convertido en escenario central de la crisis, está siendo el plató de escenas imborrables, con aferrados al fuselaje de los aviones tratando de huir del infierno talibán.

Países concernidos a los que el derrumbe no les cogió en la playa (Francia, Reino Unido, Alemania y EE UU), habían acordado la sincronización de la salida conjunta de sus tropas. Entonces: ¿por qué han sido, cada uno de ellos, los gestores de sus caóticas estampidas y no la OTAN? ¿Salvación individual vs colectiva?

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De la arrogancia a la humillación. Las circunstancias que están rodeando la retirada de AF son parte esencial de un error garrafal que daña la credibilidad política y moral de Occidente. A la vista de los acontecimientos, al presidente Biden que, cuando fue VP de Obama, siempre fue pesimista y quería una retirada rápida, le correspondió la inverosímil defensa.

Esta resultó vaporosa e inquietante: “Nuestro único y vital interés en AF sigue siendo hoy el que siempre ha sido: impedir un ataque terrorista en el territorio nacional americano». Irónica y exigua la autocrítica: “La estrategia adoptada en las últimas dos décadas es la receta para quedarse allí para siempre” y un remate extemporáneo: “La solución no es militar”. Con el caótico final, tampoco resultaba sencillo explicar la última milla.

En su descargo, le hubiera bastado con enfatizar algo irrebatible: “No tiene sentido combatir de forma indefinida y morir en una guerra que los afganos no están dispuestos a librar”.

Culparle del desastre –que heredó– sería como responsabilizarle del covid-19. Puede ser útil pero resulta, cuando menos, injusto. Ya se sabía que salir del avispero iba a ser difícil y desgarrador. Y que algunos de los 5.000 prisioneros talibanes liberados por Trump podían terminar siendo los jefes.

Despropósitos sucesivos y amnesia continua. ¿Por qué se quedaron en ese refugio hostil después de haber ajustado cuentas con Osama bin Laden? ¿De qué sirvió seguir luchando en una guerra que aún no se ha probado que se pueda ganar y que podría no tener fin?

Con la ayuda de sus viejos aliados en la inteligencia pakistaní, los talibanes se fueron haciendo más fuertes a medida que ocupaban territorios y establecían el cobro de “impuestos islámicos”, aumentando los ingresos que generaba el cultivo de opio y la producción de heroína.

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Un océano de despilfarro. Tras una derrota estrepitosa, resulta imprescindible adentrarse en uno de sus fragmentos, el coste del descarrilamiento. El gasto incurrido en la guerra ha supuesto 2,26 billones de dólares, el equivalente a 300 millones de dólares diarios. ¿Dónde han ido a parar?

Sin menoscabo de las cuantiosas aportaciones de sus aliados, en estos 20 años el gobierno americano ha invertido 145.000 millones de dólares en la reconstrucción de AF: fuerzas de seguridad, instituciones gubernamentales, economía y sociedad civil.

Los contribuyentes estadounidenses han aportado 750 millones de dólares anuales para pagar las nóminas de 300.000 soldados y policías, a cuya formación y equipamiento se habrían destinado 83 mil millones de dólares.

¿Por qué el Pentágono pensó que podía entrenar a las fuerzas de seguridad con equipos modernos en un entorno donde la mayoría de los adultos no saben leer, y mucho menos entender los manuales para reparar equipos o mantener la compleja logística de una fuerza moderna?

Después de que Biden anunciara que la retirada, sin condiciones, sería este verano, las capitulaciones empezaron a ser una bola de nieve. Mientras el presidente afgano y sus aliados más cercanos dejaban el país a merced de los talibanes, fuerzas de seguridad desmotivadas y corruptas vendían sus equipos en el mercado negro. No tenían moral de victoria y eso hizo que se desplomaran como un castillo de naipes.

¿Hay pruebas de que los talibanes ofrecieran 150 dólares a cualquiera del gobierno afgano que se rindiera y se uniera a ellos? o ¿los insurgentes estaban ya infiltrados y todo les resultó más fácil? ¿Ha sido la corrupción más culpable del colapso que la incompetencia?

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La democracia murió en la oscuridad afgana. El balance de la guerra más larga librada por los EE UU deja, según los investigadores de Brown University, cerca de 160.000 víctimas mortales (entre soldados y civiles) y Save The Children cifra en 26.000 los niños asesinados o mutilados en los últimos 14 años de contienda.

Mientras miles de afganos trataban de llegar al aeropuerto para escapar, la mascarada de los insurgentes, desfilando triunfalmente en tanques y vehículos todoterreno pagados por el vencido y capturados sin oposición, podría recordar lo que sintieron los kurdos cuando Trump los traicionó, retirando a las tropas de Siria.

Sacudida por el vértigo de los acontecimientos y conmovida por las secuelas de una gran derrota, la opinión occidental ha revivido la pesadilla de un desalojo apresurado, tan trágico y humillante como el que se produjo hace casi medio siglo durante la caída de Saigón.

En su “Viaje en autobús”, escribía Josep Pla que “nadie cree ya en la felicidad del futuro. Es el pasado el que se ha convertido en utopía, en ilusión, en deseo”.

Algo así.

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