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Higinio Marín

ARGUMENTOS

Higinio Marín

Ética y sociología playera

La playa del Postiguet, este miércoles, hasta los topes. Debajo, la playa de San Juan

Aunque la soledad en medio de una naturaleza virginal forma parte de la imagen idealizada de la playa, lo cierto es que las playas son lo que son gracias a las muchedumbres a las que atraen. Sin esa preferencia multitudinaria la playa no contaría con el valor cultural que tiene en nuestra época y que no ha tenido en ningún otro tiempo y en ninguna otra civilización.

Los peligros imprevisibles a los que exponía el litoral empujaron a muchas grandes ciudades a distancias prudentes tierra adentro. Los romanos, por ejemplo, desdeñaban las cercanas playas mientras preferían la forma ´civilizada´-propia de la civitas- del baño en las termas. En cambio, aunque es casi seguro que disponer de pulidos baños domésticos forma parte del placer playero, lo cierto es que en las sociedades contemporáneas la playa es la idealización de un bienestar accesible.

Pero esa idealización es paradójica pues si bien incluye su disfrute solitario y exclusivo, depende en realidad del deseo multitudinario de disfrutar de la playa. De hecho, en las playas la multitud llega a serlo como en pocos lugares más. Las aglomeraciones playeras no son como las de los medios de transporte público, ni como las muchedumbres en los estadios, sino que se parecen más a los hacinamientos de los conciertos musicales de los que forman parte esencial.

Una playa solitaria se parece a un concierto pop sin público: solo es un lujo porque son multitudes los que querrían disfrutarlo, pues, por mucho que esas mismas muchedumbres nos incomoden, la persistente soledad devaluaría tanto el concierto como la playa. Para nuestras muchedumbres solo es un privilegio lo que muchos otros disfrutarían si pudieran, es decir, lo que la muchedumbre misma desea. De ahí la satisfacción casi competitiva con la que se asienta la sombrilla y demás enseres playeros, como si del logro de un espacio vital en el seno del privilegio mismo se tratara.

El baño, la comida, el sueño y la conversación son los cuatro hábitos que convierten un lugar en habitación, en casa. Y los cuatro forman parte central del disfrute playero, al que hay que sumar el paseo y el saludo, que son los hábitos del espacio público. Esa síntesis entre hábitos domésticos y públicos deja ver la playa como el espacio público compuesto por un privilegio, es decir, algo privado, pero multitudinario.

En ese sentido, nada más democrático que una playa en la que todos se despojan de las diferencias de posición y donde nadie puede ocupar mucho más espacio del que sea capaz de usar. Pero, más allá, se trata de un fenómeno compuesto por la síntesis del carácter privado y multitudinario del acceso a un privilegio del que forma parte sustancial la muchedumbre que aspira a disfrutarlo.

Por eso la playa como fenómeno social participa de la lógica de las estampidas, aunque invertida. Si en las estampidas todos huyen de algo que desconocen por el hecho de que los demás huyen también, a la inversa, todos se dirigen a un lugar del que forma parte sustancial el hecho de que los demás se dirigen también a ese sitio. Obviamente, no se trata de que el bienestar playero consista solo en disfrutar de algo que los demás también desean, sino de que sin ese deseo multitudinario no habríamos apreciado dicho bienestar del que, además, forma parte paradójica la multitud misma: lo convierte en deseable al mismo tiempo que compite por lograrlo tan a solas como sea posible.

Rene Girard habría llamado «deseo mimético» a ese doble filo del deseo ajeno para descubrirnos y disputarnos algo como deseable. Y, ciertamente, algo de ello hay en la paz playera entre bañistas, siempre pendiente de frágiles sobreentendidos. Sin embargo, del placer playero forma parte el efectivo y simultáneo disfrute multitudinario. Así que los otros no son solo los competidores, sino que su disfrute simultáneamente multitudinario forma parte del propio precisamente en tanto que privado. Es como si del placer del visionado de una película formara parte no solo la expectación de las colas multitudinarias, sino el acontecimiento del visionado propio como parte del acontecimiento de su visionado multitudinario, mundial si fuera posible.

Es el sentimiento de no estar perdiéndose lo fundamental de lo que está ocurriendo, o, más en el fondo, de la vida misma, lo que alimenta ese impulso paradójico de seguir a las multitudes que estorban y consuman la propia satisfacción. Nuestro apetito vital se nutre y dirige a la vida que nos podemos perder y cuyo centro está siempre localizado por la muchedumbre que los disfruta. Esa es también, me parece a mí, la razón por la que nuestros adolescentes no pueden resistir la llamada de todo aquello que les denuncia la vida que se están perdiendo, y que tiene lugar siempre allí donde hay una multitud congregada por esa misma llamada.

Menos ansioso, tal vez muy atenuado, pero es el mismo impulso el que nos lleva a la playa: la vida que nos estamos perdiendo. Ciertamente, la playa suscita un bienestar psicofísico que es el motivo de su éxito entre nuestras posibilidades de ocio veraniego. Pero de dicho éxito forma parte importante la naturaleza de acontecimiento multitudinario que tiene su disfrute, y que lo convierte en algo que nos podemos perder como un empobrecimiento vital.

De todo lo anterior se sigue que hay quienes efectivamente se lo pierden y sufren de una pobreza que no es solo ni principalmente económica, sino que nos parece más esencialmente una pobreza consistente en haberse perdido la vida. De hecho, la playa es lo que es si incluye la posibilidad de perdérsela, y, por tanto, de los que se la pierden, de los perdedores. De ahí la lógica del privilegio que sustenta a la playa como fenómeno social. Y, por eso, resulta tan crudamente revelador que los vivos y muertos que atraviesan en barcas el Mediterráneo lleguen a playas. Ciertamente, playas bien distintas de las que partieron porque, precisamente, las abarrota una muchedumbre que encarna la vida que se están perdiendo o la que han perdido.

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