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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

La guerra perdida

Evacuación de militares desde Afganistán.

Está por escribir una historia de las reacciones a los finales de las guerras. Habría de todo: humillación, heroica satisfacción, radicalización del derrotado y del victorioso, renacimiento de la razón, elogio de la nación o de la fe. No hay dos guerras iguales, no hay dos paces iguales. En definitiva, en cada guerra hay una paz y “otra cosa” agria, que alude a las ilusiones quemadas, a las traiciones, a la furia apenas contenida. La comprensión de una paz ganada al precio de la derrota y de una victoria ganada al precio de la muerte, se vuelve, cada vez, más oscura. Seguramente porque antes de ir a la conflagración los guerreros y los ciudadanos de retaguardia y los políticos, ya saben todo eso. En las guerras de ahora sólo hay gozo pleno en esas empresas que igual venden armas que armaduras, jinetes que soldaditos de plomo, destrucción que reconstrucción, verdugos y asesinados. En la guerra de los drones, la apariencia de enemigo difuso, invisible, se acrecienta y la muerte puede escindirse de la vida con su pesado fardo moral. ¿Y qué decir de los fines? No es verdad que en el pasado todo fin justificador de un conflicto fuera falaz y que, en última instancia, los poderosos pretendían incrementar su bolsa en el juego contra la vida. El debate sobre guerras justas e injustas en antiquísimo, lo que prueba que las conciencias también sufrían con estas cosas. Y la lista de guerras obedientes a la lógica de ser in estilo de vida, quizá sólo la superen las que se hicieron, y hacen, en nombre de algún principio ético, incluyendo los religiosos, el socialismo y el capitalismo.

Claro que caben lecturas económicas de esas justificaciones, que la Europa medieval no sabía qué hacer con los segundones e inventó las Cruzadas. Pero eso no impide que esos segundones se fueran a degollar musulmanes creyendo que Dios lo quería. ¿Nos conduce esto al relativismo?, ¿podemos aceptar cualquier guerra? No. Una orientación general a la paz parece la mejor opción. Pero seguramente tampoco podemos aceptar cualquier pacifismo. También aquí, la fórmula para salir del atolladero consiste en rehuir tanto la economía abstracta como la ideología abstracta. Nos quedará la política concreta -si es democrática-: si más a menudo se aplicaran recursos políticos, instituciones, reglas de enfriamiento, la prudencia como virtud política, etc., quizá supiéramos mejor a qué atenernos y se evitaran guerras. Lo que digo no es tan extraño: la UE nació para eso, y ha triunfado hasta ahora; la ONU también, y ahí va, vadeando las tormentas, que no es poco. Lo que sucede es que las democracias no están demasiado (pre)ocupadas por esos asuntos, hasta que la violencia pasa del presentimiento a la realidad. La derecha suele guiarse por criterios de orgullo, venganza, pureza étnica, miedo a compartir recursos. La izquierda lo hace por la defensa genérica de los Derechos Humanos y por ese pacifismo abstracto aplicado a cada situación tenebrosa -obsérvese que ambos principios no los utiliza en el ámbito interno-. Así no es posible la estrategia ni las decisiones globales racionales sobre un mundo complejo, enredado en sus propias contradicciones. Ser malo no es bueno. Ser bueno no basta.

Viene esto a cuento de la enésima guerra en Afganistán: el territorio permanece, los señoríos perseveran y los imperios se suceden en las derrotas. Esta vez nosotros éramos el Imperio de turno, que llegó allí enarbolando la mentira del antiterrorismo y regresa avergonzado, sin garantizar la defensa de mujeres torturadas, humilladas, muertas. Bien es verdad que muchos que ahora claman por haber seguido combatiendo en su día se opusieron al conflicto. En ambos casos tenían razón. Pero no soy capaz de explicar con la razón esta intuición ética. Muchas organizaciones y defensores de Derechos Humanos intentan formar corredores de escape de aquel infierno. Firmamos manifiestos y esperamos que nuestros gobernantes sean sensibles -parece que, de manera minimalista, lo están siendo-. Da igual: los políticos que actúen tendrán bofetadas: unas por acercar moros a las costas, otras por no hacer lo suficiente. Las cosas son así.

Más hubiera valido movilizaciones y presiones durante la guerra, por ver si con los soldados sobre el terreno podía hacer más que las lástimas actuales y sentían apoyo civil si lo que intentaban era civilizar. ¿Se ha debatido mucho de esto en los Parlamentos? No se podía hacer más si da miedo que surjan nuevas puertas a la inmigración -desfachatados habrá que dirán que se quiere que vengan musulmanes machistas-. No se podía hacer más sin más recursos -¿y cuántas veces los defensores de Derechos Humanos denigran todo gasto militar?-. El sacrificio de las mujeres afganas impedirá que algunos progresistas de título se alegren de esta victoria de animosos guerrilleros barbudos -esto es importante- sobre las fuerzas combinadas del Imperio. Y, desgraciadamente, en muchas mentes obtusas, las mujeres pesarán nada ante el fantasma genérico del terrorista barbudo. Y los habrá que desdeñen el terrorismo hasta que la bomba mate. Y así, la ausencia, antes y ahora, de análisis político de las hazañas bélicas y sus miserias, nos ahonda en esta poza de miserias morales. Joder, que mundo más complicado y qué cómodo es el cinismo.

Lo que digo lo digo para esta guerra, y quizá no para otra, porque rechazo, precisamente, esa abstracción ahistórica. Pero esta nos tiene, me tiene a mí, al menos, especialmente confuso. Parece que España ha perdido una guerra. Desde la de Ifni no pasaba. Porque lo del Sahara fue una patochada escrita en el deshonor del final de la dictadura. En Irak no sé si perdimos o sólo hicimos un ridículo pagado en la sangre vertida en los trenes de Madrid. Y no es lo mismo lo que ha ocurrido aquí que en acciones de ayudas humanitaria que, por lo general, muestran un compromiso adecuado. España ha perdido. Sin culpa. Con honor, si la expresión sirve de algo, pero ha perdido. El análisis cínico es que mejor esto que perder otra guerra civil, que ha sido lo acostumbrado. Cuando cesen los ayes, las acogidas necesarias, el vocerío de la pena y de la ignorancia, deberían los partidos, todos, ponerse a pensar en el futuro. Que no digo que sea cosa de más armas que, a lo mejor también, sino de cambio de mentalidad. Personalmente estoy a favor de un Ejército Europeo, de una estructura de defensa muy reforzada, capaz de obedecer a las instituciones europeas y ponerse bajo bandera ONU. Para que la defensa avanzada de los intereses propios y la de los Derechos Humanos de las personas más vulnerables no puedan plantearse como ideas dicotómicas, como forzadas contradicciones. Creerse la democracia y la importancia del Estado frente a los intereses privados también es esto. El Estado democrático es aquel en el que podemos aceptar lo que no nos gusta y llorar por lo inevitable.

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