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Carmen Tomàs Asensio

Carmen Tomàs

Redactora | Gestora de portada

La Bella, la Bestia y el espejo

Una imagen de 'La Bella y la Bestia'.

Uno de los VHS que más quemé en la infancia fue el de la película La Bella y la Bestia. Reconozco que aún hoy, si escucho alguna de las canciones (o hasta incluso la música introductoria de su prólogo, tan bellamente narrado) siento emoción. Todos los cuentos de hadas tienen la condición de ser estéticamente bellos y moralmente agradables (como se nos exige a las mujeres).

Pensando en si mi yo de diez años era capaz de discernir entre la metáfora de amar el interior o el mensaje de sublimar el amor por alguien (a pesar de que esta persona sea una bestia contigo) no tuve dudas: Los niños no deberían ver ya ciertas películas. O, quizá, estas películas deberían ser repensadas, retomadas y vueltas a narrar desde un punto de vista feminista.

Si pienso en mi sobrina, que tiene 20 meses y ya se preocupa por ser buena y cuidar a los demás, me horrorizo pensando en qué ocurriría si ella se acostumbrara a ver los cuentos de hadas tal y como tantas nos acostumbramos: idealizando la realidad a favor de esos ejemplos Disney que evidentemente seguíamos, porque ante todo debíamos ser buenas. Esta idealización es prácticamente automática, pues todas las niñas, todas, quieren ser buenas.

Es por eso que también nos enseñan a sentirnos culpables, a dudar de nosotras mismas y a pensar que hay una explicación más allá de que alguien no nos merece, de que nadie tiene derecho a anularnos. En La Bella y la Bestia, la culpa se refleja (paradójicamente), en un espejo. Es el espejo a través del cual Bella observa cómo la Bestia llora su ausencia después de haberla encerrado.

Un espejo que, además, es un secreto compartido, algo profundamente íntimo y valioso para la Bestia. Es un objeto para atarla, no para descubrir su belleza (puesto que Bella ya estaba enamorada cuando se hace el regalo). Este espejo será la luz de gas para aquellas mujeres que en algún momento se sientan engañadas, traicionadas o maltratadas. La luz de gas (gaslight) es un tipo de violencia psicológica mediante la cual el maltratador deforma la realidad cuando la víctima parece percatarse de cosas que “no encajan”, se siente anulada, engañada o directamente denuncia (“las cosas no son como tú las ves”; “estás loca”; “eres una dramática”, etc.)

Este espejo, objeto tan inocente de una película de dibujos animados, representa un eslabón más en la tradición literaria y cultural patriarcal: se sirve de la buena voluntad de las mujeres para convencerlas de que deben creer antes a un reflejo (lo que el maltratador dice ser) que a sus propios ojos. Es por esa buena voluntad por hacer las cosas bien o creer en los demás, por lo que ninguna mujer debe sentir jamás vergüenza por haber sido encerrada en un castillo, haber dado segundas oportunidades o haber tardado en denunciar el encierro. La vergüenza siempre debe ser para aquel que obliga a una mujer a renunciar a su mirada, no al revés. 

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